- Redacción
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- 2013-05-01 09:00:00
Dicen que se reconoce un tinto bueno por su capa alta. ¡Tonterías! Un vino tinto transporta mucho mejor su procedencia específica si no es tan oscuro.
El otro día en Dusseldorf, el Master of Wine alemán Caro Maurer me escanció un tinto de color rojo rubí. Yo tenía que deducir de qué vino se trataba. Era de capa media, aromas maduros, pero también fresco y de aire atlántico, aunque con seguridad no era un Burdeos. Su transparencia, acidez y estructura tánica recordaban a un Nebbiolo de la vieja escuela, pero no así su sabor seco ni tampoco su final fresco, dinámico y marcadamente mineral. Durante un instante, pensé en un Baga de Bairrada, pero inmediatamente descarté la idea y el raciocinio se impuso a la intuición: ¿quién iba a traerse un Baga a un restaurante? Así que me rendí. Pero Caro Maurer sí que se había traído un Baga al restaurante, el grandioso Vinho do Pardo de 1995, de Casa de Saíma. No era un vino perfecto, sino algo mucho mejor: tenía ciertas aristas, pero sobre todo un estilo propio, con una personalidad fresca, vivaz y cantarina.
Demasiado de todo
Y no era tan oscuro como los vinos que tuve que catar el día anterior. Eran unos australianos del segmento superior, casi negros, con muchas condecoraciones. Pero ninguno de ellos era placentero, ni siquiera el Grange o el St. Henri de Penfolds, ni el Hill of Grace de Stephen Henschke. Por experiencia sé que estos vinos de frutalidad intensa pueden resultar jóvenes y armónicos pasados 40 o 50 años. Pero en el presente tienen demasiado de todo para mi gusto: color, concentración, taninos, alcohol (¡hasta un 18 por ciento!), esperanza de vida...
A mis 45 primaveras, ¿de qué me sirve un vino al que voy a tener que esperar 50 años? Podría decorar la losa de mi tumba, pero para hoy prefiero un vino elegante y distinguido como este Vinho do Pardo. O también el Merlot del Tesino del día anterior que, en comparación retrospectiva con los australianos, parecía agua manchada de rojo. El Merlot de Christian Zündel quizá haya sido el vino más revolucionario que he encontrado en una semana rica en catas. Y ni siquiera está claro si se va a embotellar. Zündel lo define como un “experimento”.
En marzo lo presentó en Dusseldorf, sin hacer comentario alguno, ante un numeroso público de expertos. Lo sirvió después de su Orizzonte Ticino DOC, un vino muy bien considerado desde hace tiempo. Zündel quería sondear el mercado. “No es lo que yo espero de un Merlot”, le espetó la sumiller más famosa de Alemania. Y efectivamente, este “experimento” del Tesino puede parecer, en comparación, de capa baja, delgado y purista, con frutalidad de cereza de una claridad casi cincelada, fino nervio de acidez y una estructura tánica tremendamente delicada. “Es el mismo vino que el Orizzonte”, explica Zündel, “solo que no lo he envejecido 18 meses en madera parcialmente nueva, sino 24 meses en barricas de diez años de edad”. Este vino nada pretencioso, con su estilo honesto, rectilíneo y sosegado, no solamente me fascina porque invita a disfrutar bebiéndolo, sino también porque –a la manera de un Barolo, Bairrada, Pinot Noir o incluso Riesling clásicos– nos cuenta mucho más sobre su procedencia de lo que es habitual en los tintos acuñados por la mano de vinicultores excesivamente ambiciosos.
Si en estos tintos lo esencial es sobre todo el color, el vigor y la concentración que el vinicultor fuerza con vendimia tardía y todo tipo de extracción, los tintos más delicados, claros, de uvas vendimiadas en su momento óptimo y con apenas extracción, por el contrario, son embajadores nada pretenciosos de sus respectivos terruños específicos. Impresionan por su distinción y su equilibrio interior, y no por lo excesivo, que demasiadas veces ahoga el placer de beber. Visto así, el Merlot del Tesino de Christian Zündel no es en absoluto un experimento, sino quizá el primer Merlot que verdaderamente se atreve a serlo. Tenemos que aprender a mirar y a degustar de otro modo. Y no solo el Merlot.