- Redacción
- •
- 2013-10-02 08:04:17
Imagínese que está usted en una bodega cualquiera y, lamentablemente, el último gran vino que han descorchado tiene demasiado de todo. El vinicultor le pregunta si le gusta el vino. ¿Quiere saber la verdad? ¿O es preferible recurrir a una mentirijilla piadosa?
La sinceridad absoluta en las visitas a los vinicultores puede conducir a situaciones extremadamente desagradables. Estoy pensando en ciertos viajes enológicos con un compañero periodista que tiene la mala costumbre de expresar siempre su opinión sin tapujos. Por eso, cada vez que a un vinicultor se le ocurre la brillante idea de preguntar alguna tontería como “¿qué les parece este vino?”, a nosotros, sus compañeros de profesión, nos da un sofoco. Porque ante tal pregunta nuestro amigo acostumbra a rascarse la barba unos segundos, luego levanta la vista con provocadora lentitud y, con aparente frialdad, mira fijamente al vinicultor y pronuncia despacio palabras demoledoras, como por ejemplo: “Al hacer este vino se le ha debido de olvidar apagar el evaporador de vacío ¡porque es tan espeso y con tanta frutalidad de zarzamora que sería mejor untárselo en el pan!”. A un famoso enólogo y asesor, tras catar uno de sus vinos, le comentó: “Se ve que le gusta la tónica, ¿verdad?” El aludido lo miró perplejo y respondió: “Pues la verdad es que no, ¿por qué me lo pregunta?” A lo que nuestro amigo contestó con sequedad: “Pues porque todos sus vinos saben a tónica, es decir, muy dulces y a la vez muy amargos.”
Intransigente
Ya le hemos pedido algunas veces a nuestro colega que reconsidere su actitud. Le hemos dicho que para nosotros sería más agradable que fuera algo menos sincero –o, digamos, más diplomático-. Pero el hombre no está dispuesto a avenirse a ninguna solución de compromiso. “Si un enólogo vinicultor me pregunta mi opinión, tiene que ser capaz de encajar la respuesta”, afirma.
Por mi parte, para ahorrarme situaciones tan desagradables, hace tiempo que aplico una táctica elusiva basada en la mentira piadosa que he ido puliendo a lo largo de los años. Si por ejemplo un vinicultor me presenta orgulloso un vino que claramente peca de bretanomices, le alabo sin inmutarme “esa nota ligeramente animal que aporta lo suyo a la complejidad de vino”. Si el vino estrella de un enólogo resulta amargo en el final, atestiguo que posee “las mejores cualidades para acompañar una comida”. A los vinos excesivamente reductivos les adscribo un gran potencial de maduración. Y a un Pinot Noir con un molesto y cursi azúcar residual le pronostico las mejores posibilidades de éxito entre los consumidores más jóvenes. Así he logrado evitar muchas discusiones cansinas, interminables y, en definitiva, estériles.
¿Quién soporta la verdad?
Únicamente cuando percibo verdadero interés por parte del vinicultor en una opinión honesta digo realmente lo que pienso. Curiosamente, estos suelen ser los productores que, en realidad, siempre lo hacen todo bien pero revisan constantemente su proceder. ¿Hay algo más hermoso que reafirmar al creador de un Riesling seco alemán con una intensa acidez crujiente que deje la acidez como está y que bajo ningún concepto intente amortiguarla con trucos? ¿O bien alentar a una bodega de Rioja que no saca al mercado su Gran Reserva hasta pasados al menos diez años a que continúe en su línea?
Sin embargo, hace poco tuve que sufrir lo que significa literalmente el dicho de “se pilla antes a un mentiroso que a un cojo”. Un productor de vinos superiores de California nos sirvió un monstruoso Zinfandel de cepas de más de 100 años de edad. Yo califiqué ese vino de “gigantesco”, cosa que el vinicultor entendió como una alabanza. Más tarde, en el asador Cole’s Steakhouse, en Napa, tras pedir el tradicional churrasco de buey Angus, descorchó una botella de ese mismo Zinfandel, “porque me había gustado tanto”, en opinión del enólogo. En ese momento tuve que reconocer, para no dejar lugar a dudas, que francamente prefiero un Cabernet más recio.