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Un gran vino solo se decubre con alimentos apropiados, dejó sentenciado, creo, el maestro Peynaud. Y la ortodoxia extendió sus mojones sin mirar para los lados. Ni siquiera para detenerse un instante a pensar si, por casualidad, un gran vino no estará en disposición de dejarse descubrir por sí mismo. Es como si la belleza de una dama exigiera, para ser descubierta, el vestido apropiado. Apostemos, sin detrimento de aquel principio, por un cierto eclecticismo en estos asuntos del trago placentero. Apostemos por el desnudo, y aceptemos que el complemento puede ayudar a realzar la belleza. Pero dejando sentado que ésta lo es porque lo es, no porque se haga parecer. El ojo que ves, no es ojo porque lo ves, es ojo porque te ve, leí en ¿Bergamín, puede ser? ¿Casa, verbigratia, un esplendoroso Campillo Reserva Especial 87 con una merluza al vapor con verduritas? No, sentencia la salvaguarda de la armonía española. ¿Y si la marcha que nos va es la degustación solista del tinto riojano sin cortes más bruscos, pero deseados, que el suave espacio dejado por un pescado comedidamente sápido? Metodología: espáciese convenientemente la ingesta de la vianda y el trago consciente del vino. Como si se vigilaran entre sí, sin juntarse. Y ya me dirán. ¿Pediría usted, sin esgrimir disculpa alusiva al estreñimiento o similar, un Terras Gauda para un timbal de lamprea? Pues la experiencia constata que el cuerpo de la albariño aguanta al ciclóstomo salvado de las tinturas bordelesas, y la aromática loureiro lanza, a modo de do de nariz, un guante al ajopuerro empanado. Y bueno, ¿por qué el cava viene siempre por Navidad, como el turrón o, este año, la Juncal Rivero y la Mar Flores? Digo que por qué hasta la industria más interesada en extender el consumo todo el año se reboza en la estacionalidad rutinaria. La imaginación, con rigor, al poder. O sea, démosle carbónico al cuerpo cuando lo pida, y brindemos por el año nuevo con lo que apetezca, aunque no salga en la tele. Con tal de que sea bueno...
