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Una historia de amor

  • Redacción
  • 1996-11-01 00:00:00

En el babilónico reino de Dsemit, donde crecía abundante la vid, “sinuosa, con oscuros racimos”, como cantara el poeta, decidió acabar con su vida una concubina que había perdido los favores del soberano. En el palacio real, una terrible noticia había conmovido a esclavos, sirvientes y cortesanos: de los depósitos reales de uva, donde se almacenaban los dulces racimos de la fruta preferida por el monarca, se desprendía un gas venenoso (era el anhídrido carbónico producido por la fermentación espontánea del mosto) que había estado a punto de causar la muerte a los encargados del almacén. ¿Estaban las uvas envenenadas? Dsemit mandó clausurar los depósitos hasta que sus sabios consejeros aclararan el enigma, lo que agudizó aún más su mal humor. La concubina se dirigió, pues, a los sótanos reales y, sin dudarlo, bebió el líquido supuestamente venenoso que manaba de las pilas de racimos, dispuesta a sacrificarse por el amor real. Dsemit, al enterarse, corre a salvarla, y se encuentra con un expectáculo asombroso: en vez de rígida, o retorciéndose por efecto del mortal líquido, la bella joven canta y danza, presa de una contagiosa alegría que incita al rey y a su séquito a probar también aquella desconocida bebida. Pronto, la euforia se generaliza, el mal humor real desaparece, el amor renace y el vino entra, de la mano de una bella leyenda, en la historia.

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