- Redacción
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- 1997-01-01 00:00:00
No siempre la llamada sabiduría popular y el saber científico han coincidido, por más que muchos avances se hayan apoyado en tradiciones milenarias. Es uno de los pecados de juventud de la ciencia. De pronto, todo lo que no se podía medir, pesar, cuantificar, etc. era arrojado al infierno de la ignorancia. Bien es cierto que, gracias a honrosas excepciones -como observar que la infusión de la corteza del sauce aliviaba el dolor-, el científico descubrió, por ejemplo, los efectos del ácido acetil salicílico, al que nunca la humanidad estará suficientemente agradecida. Las aguas minerales tampoco escaparon a esta actitud generalizada de desprecio, quizá porque constituyeron uno de los remedios más antiguos conocidos por el hombre para aliviar un sinnúmero de dolencias. Y tanta capacidad curativa era al menos digna de sospecha a los ojos de la ciencia. Cuentan del doctor Jiménez Díaz que, a preguntas de una rica paciente sobre si le vendría bien o no retirarse a un balneario, el médico acogió la idea con entusiasmo. Y apostilló con la sorna que le caracterizaba: “Estupendo. Pero cuando a la hora de la comida le pongan un vasito con el agua sulfurosa ni se le ocurra beberla. Pida un chato de vino.”
Afortunadamente hoy la medicina y la farmacopea han abandonado estúpidos recelos y han puesto sus ojos en el caudal inagotable que la naturaleza nos ofrece. Una de las líneas punteras de investigación de las multinacionales farmacéuticas consiste precisamente en buscar en la medicina tradicional de las sociedades tribales los principios activos escondidos en las cortezas, raíces, hojas, flores, manantiales, etc. a los que los aborígenes acuden para remediar y aliviar sus males. Ahora, en una actitud más realista, la ciencia oficial dedica sus esfuerzos a desbrozar qué hay de verdad y qué de fantasía, cuando no fraude -que de todo existe- en los remedios milenarios de las plantas y minerales.
Cierto es que hay aguas y aguas. Algunas, tumultuosas y desbocadas, arrastrando lodos y cosechas a su paso, como estas que nos amenazan en el lluvioso comienzo del año 1997. Y otras, las que se filtran lentamente, que se enriquecerán de minerales y manarán luego, frescas, cargadas de vida en los manantiales. Son aguas delicadas que los envasadores se esfuerzan por salvaguardar de los residuos de la civilización, de los pesticidas y abonos, para que lleguen a nuestras mesas con sus propiedades intactas. Aguas que en muchos casos se merecen envases más nobles que los que se estilan por estos pagos, y mayores cuidados en el transporte y almacenamiento. Porque de nada sirve que en Vichy Catalán, por ejemplo, vigilen con celo el perímetro de seguridad de sus manantiales puros y frescos, si luego en casa damos a sus aguas exquisitas peor tratamiento que al Château d’Yquem.
Y también esto es solo por poner un ejemplo inocente.