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Un fino para empezar

  • Redacción
  • 1997-06-01 00:00:00

El vino es una de las fuerzas elementales y eternas del mundo y de la vida. Con tan contundentes palabras expresaba el filósofo Ortega y Gasset su admiración por una bebida que hizo exclamar al sabio Salomón: “El vino tiene la facultad de fortalecer el entendimiento”, y en eso era una autoridad. La más sana e higiénica de la bebidas, en opinión de Pasteur, ha sido siempre el centro y eje del arte de vivir. En las culturas mediterráneas el vino es históricamente el principal vehículo gozoso de los más refinados placeres. Y es que, como sentenciara Séneca, el gran moralista gaditano, “el vino lava nuestras inquietudes”. El genial Apicius, primer tratadista gastronómico de la historia, enseñaba a beber abundantemente sin que por ello los sentidos se embotaran; y los héroes griegos cantados por Homero alcanzaban el máximo refinamiento en el arte de vivir con una bebida hecha de vino, miel, y queso de cabra rallado.
Los españoles hemos utilizado desde siempre el vino en nuestros momentos más trascendentes y festivos, vinculando su degustación principalmente a la comida, compañera inseparable de los mejores tragos. Saber vivir es, para nosotros, saber beber, por mucho que algunos se empeñen en lo contrario. Esa relación armoniosa se hace patente en los momentos que preceden a todo placer gastronómico. Aquí, el arte de vivir se llama vino aperitivo, la primera copa, el introductor enológico de la mesa. Es en estos momentos cuando el verdadero arte de vivir se pone a prueba. Elegir con cuidado la bebida iniciática resulta fundamental para que luego todo transcurra gozosamente. Imaginemos la escena: una vez en el restaurante, la espera de otros comensales, el tiempo de elegir el menú, o la inevitable pausa hasta que aparecen los primeros platos, demanda una bebida. Su elección es todo un arte de saber hacer, saber estar. Hay que elegir una bebida que fortifique el estómago sin calentar, ni llenarlo de líquido o gas; debe actuar como un suave tónico; mitigar, sin exceso de líquido, la sed en estos meses calurosos; tener el sabor sugerente, ni muy acusada la frutosidad ni muy dulce el paladar, mejor con un ligero regusto amargo. Algo así sólo es posible con una bebida milagrosa: el fino de Jerez. Antes de comer, un Tío Pepe, por poner un ejemplo prestigioso, se comporta como una ducha matinal que abre los sentidos y los eleva a flor de piel. Por su peculiar elaboración, basada en la “crianza biológica”, por su suavidad, por su aroma complejo, de gran elegancia, el fino trae frescura y agudeza que distienden los ánimos y provoca un estado de ánimo favorable, tanto psíquica como fisiológicamente. Tiene personalidad y buena cuna, que le concede una superioridad natural sobre refrescos más o menos ingenuos, copas burbujeantes o desbordadas de espuma. Para “abrir boca”, es el compañero inigualable de aperitivos como el jamón de Jabugo, los frutos secos o la provocativa oliva. La fresca suavidad de su sabor no estorba al paladar ni le impide degustar luego otros vinos con los platos siguientes. Para los sentidos, saborear un Tío Pepe en el preámbulo de la comida es más que un placer: es una auténtica manifestación del arte de vivir. Con él comienza la fiesta de los sentidos.

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