- Redacción
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- 1997-09-01 00:00:00
Si a la hora de tomar un vaso de vino, una copa fría de Tío Pepe por ejemplo, fuéramos conscientes del simbolismo que encierra ese acto, extremaríamos el cuidado en su servicio, el ritual que acompaña a tan noble bebida, a fin de que su enorme carga cultural se haga visible y el hecho de beber vaya acompañado de su necesaria dimensión lúdica, sin la cual no hay verdadero gozo, la entraña del arte de vivir.
Así lo entendieron en la antigüedad los clásicos: para agasajar a Telémaco, Homero -que llamaba a los hombres “bebedores de vino”- nos cuenta en la Odisea como se “mezclaba una crátera de dulce vino que había estado once años en depósito”. Eran estos, vinos purísimos, de alta graduación, que había que rebajar con agua, lo que exigía un gran conocimiento y excelentes dotes como anfitrión. A este mezclador de vino y agua, en las proporciones adecuadas, le llamaron los romanos “Magister bibendi”, personaje central de todo banquete que se preciara. El arte de vivir iba ligado a la pericia en ajustar las partes de vino y agua. Y no olvidemos que el ser más querido, y de mayor confianza de Zeus, el dios tonante, era Ganimedes, su tierno copero.
Y no es para menos si, como cantara el poeta, el vino “hace la fiesta grande, despierta la ternura, favorece los lances amorosos, provoca pasiones y procura fácil sueño”.
Hoy en día, salvadas las distancias, y cuando el agua sólo bautiza un vino en los raros casos de taberneros avaros e incompetentes, el papel de aquel sagaz “Magister bibendi” lo ocupan el sumiller en los restaurantes y los anfitriones en casa. Ya no se trata de atemperar la recia y ruda -todo hay que decirlo- potencia alcohólica del vino como en los tiempos heróicos, sino de servirlo a la temperatura adecuada, en la copa correcta, y en el momento oportuno.
Esto es mucho más cierto en vinos de notable elegancia, delicados aromas, paladar suave, y adecuada graduación alcohólica, como son los finos.
Aquí la temperatura, por ejemplo, juega un papel esencial para que podamos apreciar toda su magnificencia. Al tratarse de vinos muy secos, con una adecuada graduación alcohólica, hay que servirlos entre 7 y 9ºC, ya que si la temperatura es mayor se resalta en exceso la impresión del alcohol y ciertos aromas secundarios; mientras que si la temperatura es inferior, se atenúan los finos aromas de la crianza biológica, primero, y de las soleras y criaderas, después: esas notas peculiares de fruta y frutos secos, enmascarando tontamente su gran personalidad que les hace únicos en el mundo.
Un Tío Pepe servido a temperatura adecuada, por el contrario, es un vino irrepetible, donde todas las sensaciones gozosas se armonizan y equilibran perfectamente, permitiendo su degustación placentera con la calma y el rito que se merece uno de los pocos vinos españoles que hoy se encuentran en el Olimpo.
Si importante es la temperatura, no lo es menos la copa en la que tiene que ser servido. Venturosamente, para el fino existe ya una copa universalizada, y es raro que alguien nos lo sirva en otra que no sea el popular catavinos jerezano. En cualquier caso, no basta con que tenga su inconfundible forma, con la boca ligeramente cerrada: es necesario que haya sido fabricada con un vidrio de calidad, poco grueso, de transparencia absoluta e incoloro. Y tan necesario como una buena copa lo es el que esté adecuadamente servida. Al tratarse de una bebida de profundo, complejo y sutil paisaje aromático, generado durante años de silenciosa crianza, deberá captarse en toda su plenitud, para lo cual no debemos llenar la copa más allá de una tercera parte de su capacidad, a fin de que se acumulen los aromas en la parte vacía de la copa. Sólo así estaremos en condiciones de apreciar adecuadamente toda la magia gusto-olfativa que encierra una copa de fino.