- Redacción
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- 2000-03-01 00:00:00
La han llamado “Ciudad del Paraíso”, “Tierra de Santa Alegría” y cuántas cosas más. Málaga recoge estas flores con modestia y sin sonrojos, salvo cuando hay un poeta que la define entre sus hermanas andaluzas; así: “Málaga, cantaora”. Entonces Málaga canta y se ruboriza.
Y es que Málaga conserva todos sus tópicos, que están en las coplas flamencas: barrios de La Caleta y El Limonar, señoriales o señoriles; El Perchel y El Palo, de pescadores. Hay una plaza de toros que parece una moneda de oro arrojada entre el cemento, y los recuerdos de tiempos lejanos parecen encaramarse a las alturas en un intento de supervivencia. Estos recuerdos son la Alcazaba mora y el castillo de Gibralfaro, donde hay un parador de turismo en el lugar de las troneras y las espingardas. Como no había parador en sus buenos tiempos, dicen que Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, se alojaron en la Alcazaba, muy cerca de donde estaban las ruinas del teatro romano que recuerdan toda la prosapia de esta ciudad. Y eso que son ruinas recientes comparadas con las que ya no existen de la fundación fenicia de Malaka, o la colonia griega de Mainake. ¡Cuántos siglos transcurridos y qué vieja graciosa es ahora Málaga!
Hay que ver cómo es esta ciudad. A la catedral le falta una torre de las dos que debería tener, y resulta que fue porque los fondos necesarios para terminarla se enviaron a subvencionar la independencia de los Estados Unidos de América.
Hay una Málaga de sol y agua, con pueblos costeros como Torremolinos, que todavía tiene torre y hasta hace poco tuvo molinos; Benalmádena, blanca y morisca; Fuengirola, con el castillo que edificó Abderramán lll; Marbella, que se gasta aires de nueva aristocracia, que es la de los petrodólares, o la de los dólares sin más; Estepona y su largo Paseo Marítimo.
Pero hay otra Costa del Sol, menos conocida, que va desde la capital, Málaga, hasta el límite con Almería. Y allí. Nerja, Naricha árabe, lo que quiere decir “manantial abundante”, que adelanta sobre el Mediterráneo un asomadero al que llaman “El balcón de Europa”. Seguramente que este rincón costero y soleado debe su clima tan suave a una cortina montañosa que le defiende de los tiempos del Norte y otras inclemencias.
Vienen ahora los pueblos del interior, pueblos moriscos encalados en las estribaciones de la Serranía de Ronda, en la cortina penibética donde reposa la ciudad que le da nombre: Ronda, llena de historias y misterios, “La ciudad soñada” del poeta Rilke. Y Antequera que cobija la geología extraña de El Torcal, un mundo mágico de granito. Tiene un castillo árabe con sus dos torres, su campanario cristiano postizo y su viejo reloj. Barrocas torres se yerguen aquí y allá por entre el blanco del callejeo. Pero lo que más excita en Antequera la imaginación es la Peña de los Enamorados: una roca que emerge de la campiña. La llaman así porque desde el altísimo precipicio se arrojaron dos amantes sin esperanzas; moro él, y ella cristiana. Estas cosas tiene Málaga, como los amantes aquellos, mora y cristiana, y antes romana, griega y fenicia, hoy multinacional en esa Costa del Sol donde llega también el ocaso.