- Redacción
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- 2000-12-01 00:00:00
En nuestro anterior artículo habíamos tratado de descifrar, más bien de interpretar, unas imágenes de mujeres en un vaso griego, y a través de ellas establecer -revalorizar- el papel social de la mujer en la Grecia antigua, rebajado hasta extremos inconcebibles. No es tarea sencilla, porque pesan como una losa las contundentes palabras de Aristóteles: “La mujer es como si fuese un varón imperfecto”. O bien, las de Plinio el Viejo que, hablando del flujo menstrual, nos relata cómo destruye las buenas cosechas de vino, percance que hay que evitar a toda costa.
Pero, a pesar de estas palabras de Plinio, sin embargo es necesario acercarse con otra mirada a un stammos de la villa Giulia, en el que se puede contemplar a Dionisio en el centro, en ademán tranquilo y estático, civilizado como corresponde a su plena integración en una Atenas racionalista y mesurada; no existe ningún signo en su imagen que denote alguna clase de locura o desenfreno.
Y, a su lado, dos mujeres ante una mesa con panes redondos, en actitud tranquila y solemne, que también se refleja en su vestimenta y en su peinado.
La mujer de la izquierda llena un vaso para beber, y la de la derecha sostiene otro vaso. Ellas han sido elegidas por Dionisio para llevar a cabo la buena mezcla del vino. Son, pues, dos mujeres las elegidas para tan importante ocasión; y en toda la escena no hay el más mínimo atisbo de desenfreno báquico. El vino debe estar listo para consumir, y Dionisio ha escogido a mujeres, y no a hombres, para esta noble y esencial función. No está la escena impregnada de ningún detalle que no sea aquel que nos remite al buen beber. No hay nada que nos haga pensar en “las mujeres de Dionisio”, las que invierten el orden de la ciudad y de la familia, llegando incluso a devorar a sus propios hijos, que “viven en la montaña, delirantes… presas de la demencia”, en frase de Eurípides.
Ambivalencia permanente del papel de la mujer, semejante al de Dionisio que ha dado a conocer el vino a los hombres y su buen o mal uso, pues el vino tanto puede conducir a la locura de la muerte como servir de bálsamo psicológico, como se anuncia en las Bacantes: “apacigua las angustias de los pobres humanos, les da el don del sueño, olvido de los males cotidianos, y no hay otro remedio para sus penas”.
El vino, como la sangre de la guerra, está al lado de los hombres, pero las mujeres son mediadoras necesarias. Lo mismo que ellas, el vino es salvaje, y sólo se puede convertir en bienhechor a través de una práctica ritual que reconoce el poder del dios.
Carlos Iglesias