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Club de Gourmet: Domingo, maldito domingo

  • Redacción
  • 2002-06-01 00:00:00

Cada día me convenzo más. El ritmo humano de una pequeña ciudad es un regalo para disfrutar la vida. Había olvidado lo que era un paseo urbano, un abono para acudir semanalmente a la música, una partida de billar en el club, los trámites y papeles al día, el saludo personal por la calle, el encuentro diario, sin cita, para el cafelito de media mañana y el coche criando polvo en el garaje.
Había olvidado que el campo empieza aquí y no en el remoto territorio de la tribu dominguera. Y que para salir a tomar una copa no es imprescindible conocer el mapa de situación de los controles policiales.
Había olvidado mirar las losas del suelo, y los escaparates, y las caras de los jubilados bajo un árbol del parque, y comprobar el número premiado de los sorteos directamente en el kiosko, no en el periódico, ni en internet.
Pero a lo que no me puedo acostumbrar es a la agonía de los domingos provincianos, a las campanas más rutinarias que alegres, a las bandejitas de pasteles descomunales y anticuados, a las tertulias-merienda de damas más que vestidas, amuebladas. Ni a las familias en orden de revista: delante, las criaturas enjaezadas con lazos en el pelo o corbatillas de goma en sus cuellecitos; detrás, la madre y la abuela, enjutas o rotundas, cada día más parecidas, y no sólo porque comparten peluquería sabatina; y un poco más atrás, el pater familias en todo su esplendor, bronceado de tenis, un atisbo de tripilla cervecera bajo el chaleco, y en la mano el llavero con la marca del coche.

Huyamos hacia la cocina. Pero, ¡oh felicidad!, la libertad de horario comercial ha venido a librarme de tan deprimente espectáculo. Cuando el Club del Gourmet abre en domingo, me enroco en su barra detrás de unos wiskies de malta -Cardhu, Glenfiddich, Ile de Jura- y al final derrocho una pequeña fortuna en lujos para una cena íntima, máximo dos comensales.
Si amenaza con estar cerrado, convoco un sonado almuerzo familiar y amistoso para el domingo, en el comedor más grande que se ofrezca o, en este tiempo, en el jardín más soleado. Dedico el sábado a soñar el menú, a reunir los pertrechos y a cocinar todo lo que se puede adelantar.
He encontrado pastas multicolores y multiformes que entusiasman a los chiquillos. Las coceré mañana, en el momento, y no necesitan más que aceite y queso, a lo sumo una trufa rallada para algún adulto caprichoso.
Han aparecido en la mesa de frutería limas mejicanas, tersas y perfumadas, y es difícil decidir el aperitivo, entre unos refrescantes Margaritas con Tequila, o golosos Pisco Sour con su clara a punto de nieve o sencillos mojitos de Ron agrícola con hierbabuena fresca.
Ya he terminado de cocer los pescados y está listo el sofrito y los carabineros y el fideo auténtico para la fideuá. Llevaré también el mejor azafrán manchego y mi cazuela de barro.
El encargado del Club me organiza siempre una bandeja de quesos impecable, sin más que echar una ojeada a lo que he encontrado en la bodega: Gorgonzola para el moscatel malagueño de López Hermanos, Cabrales para la sidra, Grana Padano o Parmesano Bertoni para el Casilla de la Mujer de Remírez de Ganuza, una sorpresa a pares, por el maridaje y por el propio vino elaborado de encargo para Valsegar de la Muelas. El queso lo necesito, además, para la pasta, y este manchego en manteca y en romero para el Bullas Partal, que también irá estupendo con este cabra murciano de Montesinos, conservado al vino tinto... Una buena colección de quesos asegura una larga sobremesa, una sabrosa conversación y una merienda-cena sin levantar los manteles del almuerzo.
La noche ha caído sin sentir. Los niños se han ido quedando dormidos en los sillones. Es un placer besarlos. Ya pasó el maldito domingo.

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