- Redacción
- •
- 2003-03-01 00:00:00
La verdadera riqueza vitivinícola de un país, la garantía de desarrollo y futuro, radica en su patrimonio genético, en la riqueza, calidad y variedad de sus distintas cepas, asentadas por el tiempo y la selección humana a lo largo de su historia. Y en nuestro país, que lleva siglos cultivando las viñas y elaborando vino, que llegó a inquietar al Imperio Romano con la elevada producción y gran calidad de su vinos, que superó la prueba de fuego de la fe musulmana y sobrevivió a la prohibición islámica del vino, que conoció durante el renacimiento una explosión técnica y el desarrollo fulgurante de sus explotaciones dedicadas a la vid, provocando las primeras regulaciones del sector, un hecho sin parangón en el resto de Europa; en un país así, digo, se ha producido una de las mayores pérdidas de variedades autóctonas, fundamentalmente blancas, que se conoce, arrasadas por una concepción nefasta de la viticultura, orientada casi exclusivamente a conseguir la mayor producción de kilos de uva con el menor esfuerzo posible; y para mayor inri, en un país de secano y bajos rendimientos. Así, una tras otra, fueron desapareciendo variedades de difícil viticultura, complicada maduración y bajo volumen, pese a que sus vinos pudieran tener una calidad más que estimable. Salvo en Canarias, donde la insularidad ha servido de reservorio natural, la Galicia profunda, del pequeño viñedo para el autoconsumo, y la zona del Penedés, con su demanda cavista de la trinidad Macabeo, Xarel.lo y Parellada, en el resto de España se impuso la monótona mediocridad de la uva Airén, la uva blanca con mayor extensión de viñedo del mundo, y cuya producción va en gran parte destinada a la destilación. Un panorama desolador que empieza a cambiar al calor de la mayor demanda de vinos blancos de calidad. Esto ha permitido recuperar parte de ese patrimonio genético, como son las variedades Godello, Treixadura, Sabro, Gual, Garnacha blanca, Vijariego, Maturana y tantas otras. Al mismo tiempo, y sorteando el peligro siempre latente de la “chardonitis”, nuestro país ha sabido acoger con éxito numerosas variedades foráneas de calidad, desde la Gewürztraminer, hasta la Viognier, pasando por la Riesling, Chenin, o Sémillon. Todas ellas ofrecen al consumidor amante del blanco aromático y sugestivo un variado y enriquecedor panorama de excelentes vinos.