- Redacción
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- 2003-03-01 00:00:00
Diversidad es sinónimo de riqueza. Uno de los conceptos básicos de vivir en una tierra de donde el clima y suelo varían tan a menudo como curvas posee una carretera es que caben todas las variedades de uva para elaborar vino. La historia del vino se escribe con surcos torcidos, y en épocas pasadas nuestros campos se han visto diezmados de vidueños valiosos. Enfermedades, plagas o guerras han dejado un pobre panorama vitícola en cuanto a variedades se refiere, claro está si nos comparamos con países de nuestro entorno como Francia o Italia. En pocos años nuestros conocimientos enológicos han crecido al máximo nivel, y el consumidor y el buen conocedor exigen una variedad de sabores y de nombres famosos. Así, las cepas blancas foráneas han invadido pacíficamente nuestros campos. Aparte de las chardonnays y sauvignon blanc, que son legión, han entrado los perfumes y gustos exóticos de las Gewürztraminer, Riesling, Chenin, Viognier, Sémillon, y unos cuantos híbridos que recogen las cualidades de sus padres (madres en este caso) pensadas para climas especialmente fríos o difíciles, como es el caso de la Müller-Turghau o de la Incroccio-Manzoni, implantadas en tierras catalanas de clima suave. Representan una opción para el consumidor inquieto, para el aficionado que quiera ampliar sus conocimientos y, cómo no, para el snob que quiera sorprender.
Tiempos difíciles La historia de la viticultura la escribe en buena parte doña Economía. Son los viticultores los que apuestan por una variedad que les sea rentable, tanto en producto final como en trabajo en el campo. Es la causa principal de la merma de la biodiversidad, de la desaparición en algunas zonas de excelentes variedades viníferas aunque delicadas, cargadas de problemas fitosanitarios o de producción escasa. Es una forma lógica de selección natural, y más en un país donde el campo ha estado tradicionalmente ligado a las ayudas estatales. Hasta hace bien poco no importaba la calidad de una uva, ni siquiera que el viticultor se esforzara profesionalmente: todo iba a la tolva de la mediocridad, donde el cosechero cobraba por kilos recolectados y por posible grado de alcohol. Creo que el panorama comienza a cambiar, aunque tímidamente. No se trata de que el viticultor se esfuerce por conseguir la mejor uva y que se le pague al precio de las mediocres. Al contrario, si no se premia la uva de calidad será imposible elaborar grandes vinos. Ya un sector de consumidores reconoce que hay que pagar la diferencia. A ellos van destinadas las variedades de producción escasa o viticultura delicada, vinos de cepas míticas como las que hicieron famosa a toda una región, como Samos, Alejandría o Canarias.
de fuera y de dentro Dos grandes viveros naturales conserva España: Galicia y Canarias. En Galicia las blancas son mayoría y originales, sin parangón, aunque desgraciadamente no hemos podido añadir sus vinos a nuestro reportaje, porque sus albariños, treixaduras y godellos dan para un trabajo monográfico posterior, y las más escasas nunca se elaboran solas. Canarias posee un tesoro fantástico, no solo por la diversidad, sino por el modo de elaborar, la forma de aprovechar el terreno difícil, abrupto y algo tacaño. Y ahí está ese Sabro cosechado en La Palma por un puñado de abnegados viticultores, ya en edad de jubilación: es tanto el trabajo que requiere, tanto el sacrificio, tan escaso su rendimiento que la juventud no está dispuesta a cultivarlo. Pero mientras, podemos disfrutar del vino que elaboran Carballo y Teneguía. En Tenerife, Viñátigo ha acometido la labor poco reconocida, de momento, de recuperar las variedades autóctonas, Gual, Vijariego y Malvasía. Meritorio es el trabajo de los viticultores del Hierro. Allí el terreno es muy difícil, y las viñas constituyen una maraña indescifrable para el forastero. Tanto Viña Frontera como el alemán, ya casi canario, Uwe Urbach trabajan la Verijariego con mucho esmero. No hay que olvidar la enorme y callada labor que lleva desde hace muchos años Rafael Armas, en el Instituto Canario de Investigaciones Agrarias. Todo un reto y ejemplo de amor a su tierra. En Rioja, bodegas Ijalba, una de las que apuestan por la agricultura biológica, ha recuperado la antigua cepa Maturana. De las foráneas ya han ampliado su fama las Gewürztraminer y la Riesling. Torres fue pionero con su Waltraud, de éxito inmediato; más tarde, las bodegas del Somontano han hecho una excelente labor. Can Ràfols dels Caus ha adoptado a dos variedades y las ha mimado: la Viognier y la Incroccio-Manzoni. El resultado ha sido fantástico, dos grandes vinos que hacen las delicias de cuantos permanecen con los sentidos atentos.