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La crisis, una oportunidad.

  • Redacción
  • 2005-04-01 00:00:00

Eran signos externos de posición social como Prada, Rolex o Maybach. Entonces estalló la burbuja de los vinos de culto... y ahora, los amantes del vino pueden comprar los mejores a precios aceptables. En lo que respecta a los vinos superiores, hasta el año 2001 el dinero no tenía importancia. El millonario americano de los seguros Don Bryant, por ejemplo, pagaba a la enóloga estrella Helen Turley unos honorarios anuales de 250.000 dólares para que su Cabernet Sauvignon, Pritchard Hill de Napa Valley, del que se producen escasas 1.000 cajas, pudiera ganarse todos los años sus 95 a 100 puntos Parker. Además, Bryant hizo construir una bodega siguiendo los deseos de su enóloga, que le costó nueve millones de dólares. Pero a pesar de todo, Turley estaba descontenta con sus honorarios. Ambos se separaron airados y no volvieron a verse hasta el año 2004 ante los tribunales. Pero mientras tanto, la locura del vino de culto había pasado de moda. El juicio por los 556.958 dólares que reclamaba Turley se convirtió en una dolorosa retrospectiva de la decadencia de una época breve del vino, con la que la realidad del año 2004 ya poco tenía que ver. Los observadores del juicio sacudían la cabeza y se preguntaban cómo pudo el vino caer tan bajo en la hoguera de las vanidades. Precio octuplicado Flash back: En otoño de 1978, el marqués Mario Incisa della Rocchetta quiso lanzar en Suiza su Cru superior Sassicaia. El comerciante al que consultó calculó que, para el consumidor final, la añada de 1975 saldría a un precio de 14,50 francos suizos; inmediatamente comunicó al aristócrata del vino de la Toscana su conclusión: resultaba del todo impensable que los aficionados al vino suizos se gastaran más de diez francos en un vino italiano. Finalmente, terminó por importar el vino a pesar de todo. En los años que siguieron, este noble de la Toscana pasó prácticamente inadvertido. Hasta que a finales de los años 80 hicieron ignición los cohetes del Sassicaia. El precio se ha octuplicado hasta hoy, llegando a los 115 francos (75 euros). Y esto en un periodo de tiempo en el que los salarios, como mucho, se han duplicado. Está claro que este enorme aumento del precio no tiene relación con los costes de producción. El precio fue empujado al alza exclusivamente por la demanda. Y eso que Sassicaia todavía es un ejemplo moderado. Vinos de garaje como Pingus (Ribera del Duero) o La Mondotte (Saint-Émilion) se dispararon con mucha más rapidez, alcanzando esferas de precios mucho más altas. Tales explosiones de los precios no tienen nada que ver con las reglamentaciones para los viñedos, a las que se debe la calidad, como gustan de subrayar los vinicultores. Cultivar una cepa de calidad superior, controlando el crecimiento de sus raíces y su disposición a producir un determinado volumen de cosecha, es un trabajo de años. Los expertos parten de la base de que, en la actualidad, se puede producir un vino superior en el que se hayan aplicado todas las medidas relevantes para la calidad y se hayan empleado todos los trucos por un precio final al consumidor de 40 euros. Incluso a ese precio, sigue sobrando dinero para griferías de oro en los lavabos de las visitas y para mantener un jardinero exclusivamente para la finca... El juego del palé del vino de culto Hasta entrados los años 70, tan sólo en Inglaterra había una demanda persistente de Crus superiores, sobre todo de Burdeos y de la Borgoña. Las excepciones como el español Vega Sicilia o el australiano Grange de Penfolds no hacían más que confirmar esta regla. Pero en los años 80 se fue formando en Europa y los EE UU una nueva «clase media alta» hedonista, que definía los vinos superiores como la quintaesencia del disfrute exclusivo. Como consecuencia, no sólo los vinos aumentaron de precio de manera chocante, sino que también aumentó su número de modo inflacionario. En el año 1985, apenas había veinte vinos en todo el mundo que costaran más de 80 euros por botella. Dieciséis años después, en el año 2001, el número de estos vinos de culto se había multiplicado hasta alcanzar los 200 en todo el mundo. Todos, desde la quinta tradicional en el valle del Douro portugués, pasando por el emergente Priorato, hasta la winery recién fundada al pie de los Andes, querían participar en el gran juego del palé de los vinos de culto. Pero septiembre de 2001 y la consiguiente crisis financiera han hecho estallar la burbuja de los vinos de culto. Hoy por hoy, el placer extrovertido de repente resulta un tanto sospechoso. Quien de día reduce las plantillas de trabajadores y por la noche descorcha vinos de 500 euros demuestra ser de una dudosa sensibilidad. El nuevo credo de los triunfadores se llama understatement: Ya hay quien confiesa que es mejor servir a los invitados unos honestos Valpolicella Superiore o Toro que alardear con un Pingus. La consecuencia: los vinos de culto pesan plúmbeos en las bodegas de los comerciantes y restauradores. Y muchos productores de vinos Superpremium han tenido que darse cuenta dolorosamente de que, en su cálculo de precios, habían olvidado un principio fundamental: tales vinos pierden su estatus de culto de manera inmediata e irrevocable cuando cae la demanda y los precios se desmoronan. El Cabernet Sauvignon Reserve había sido la orgullosa nave capitana de la Robert Mondavi Winery en Oakville. Pero desde que la cosecha de 1998 se malvendió casi a precio de ganga, la imagen de este vino está más muerta que un cadáver. Calidad por seis euros Entre un elegante traje cortado por Loewe y uno de Zara hay todo un mundo de diferencia, sobre todo en lo que respecta al precio. Pero la diferencia de calidad entre una pieza noble hecha a mano y un artículo de masas fabricado industrialmente, sólo el experto la percibe a primera vista. Con el vino pasa casi lo mismo. El verdadero salto cuántico en la vinicultura no tiene lugar en los vinos superiores, sino en el vino más barato, que supone mucho más de un cincuenta por ciento del mercado mundial. Hace veinte años aún era difícil encontrar vinos asequibles de calidad aceptable. Las uvas verdes o una oxidación prematura conferían un toque de masoquismo al consumo de tales vinos. Hoy, por el contrario, un Cabernet del sur de Australia o un tinto de La Mancha española de seis euros pueden resultar sorprendentemente frutales y redondos. La tecnología moderna y los nuevos métodos de elaboración han conquistado los más recónditos lugares del mundo del vino, haciendo posible este milagro. El barón Philippe de Rothschild fue el primero en demostrar que las clásicas estrategias de marca del sector del consumo también se pueden aplicar con éxito en la tan complejamente estructurada vinicultura. Actualmente, cada vez más comerciantes, grandes almacenes, restauradores, grandes superficies y mayoristas están forzando esta vía. Sus marcas se venden por su imagen y por su precio. Con unos nombres biensonantes, pero en última instancia nada comprometedores (por ejemplo Jacob’s Creek o Private Selection R. Mondavi) y Denominaciones de Origen lo más amplias posible (DO Catalunya, Vin de Pays d’Oc, South Australia o sencillamente California), se aseguran la máxima flexibilidad para la producción. El origen de la uva y la selección de la variedad sólo desempeñan un papel secundario. Estos vinos «de cata fácil», que imitan el estilo de los vinos nobles con fruta suave y sabor a madera de roble, cuestan entre dos y cinco euros en la producción, y su precio de venta al consumidor final alcanza entre cinco y doce euros. Pero lamentablemente a estos vinos, sin duda alegres y honestamente elaborados, les falta lo que convierte al vino en cultura: el carácter individual y el origen reconocible. Sólo tienen un poquito más de identidad que una cerveza Heineken. Los que vinifican en solitario Los vinos de culto y de marca, por lo general, han pasado como lejanas nubes de tormenta por los pueblos de vinicultores de Côtes du Rhône, el Palatinado, el Loira o Valpolicella. Por suerte. Los vinicultores han mantenido los pies en su tierra. Y hace mucho tiempo que no se han caído de un guindo. También ellos se las saben todas en lo referente a la limitación de la cosecha, el control de la fermentación y la elaboración en barrica. Mientras que el carácter de los vinos de culto cada vez se iba asemejando más, debido a la concentración forzada, y los vinos de marca, por su parte, siempre se han decantado por la versatilidad, los vinicultores que elaboran su propio vino en las regiones vinícolas clásicas del Viejo Mundo han conseguido el mayor logro en la vinicultura de los últimos veinte años. En España surgen estos vinos por doquier: en Cariñena Jesús Navascués saca su «Care» con una relación calidad/precio excepcional. Y qué decir de La Mancha, donde sus vinos de vanguardia hace tiempo que perdieron su triste fama de rudos: Fontana, Bodegas del Muni o tantos otros no han variado un ápice su política de precios. En Europa han mejorado su Riesling Kabinett seco, su Côtes du Rhône Villages o su Valpolicella Superiore sin enmascararlos. Estos vinos revelan su procedencia en cada trago. Así, lo mejor que la vinicultura puede ofrecer en el año 2005 se encuentra en alguna taberna del Palatinado, en una de las modernas vinotecas españolas, o alguna Osteria del Véneto. Y no cuesta más de 15 euros... Disfrutar a precios razonables ¿A quién le falta, quién repite? Una empresa de venta por correo ofrecía hace poco “65 burdeos de renombre, comprando al menos cinco cajas con un descuento progresivo de hasta un 25 por ciento, según el volumen de compra”. Otra empresa italiana en el sur de Alemania atraía a sus clientes con “hasta un 30 por ciento” de descuento y un comerciante del norte de Alemania se anunciaba incluso con un flagrante 50 por ciento sobre los vinos finos. Así, los amantes del vino pudieron comprar, por ejemplo, Valandraud por tan sólo 94,50 euros (antes 189 euros) y un Costa Russi de Angelo Gaia en formato Magnum por 212,50 euros (antes 425 euros). Cuando los comerciantes de vinos aconsejan a sus clientes “ahorrar disfrutando”, no suele ser por filantropía. En la actual recesión económica, la tónica es descendente en el caso de los vinos de culto tremendamente caros y, por lo tanto, los comerciantes intentan reducir su stock. Otras veces, sencillamente trasladan a sus clientes las ventajas de precio que les brindan sus propios suministradores. Porque los grandes importadores cortejan al comercio especializado ahora más que nunca. Que si una botellita de Vega Sicilia Único como propina por la compra de doce botellas de algún vino caro español, que si una Magnum de algún italiano distinguido por encargar 24 botellas de otro vino de renombre de la Toscana. Luego está el ya clásico cinco por ciento de descuento en Navidad, además del sorteo de un viaje o bien, con frecuencia, la fórmula del “once más una”, es decir, se entregan doce botellas pero sólo se cobran once. A algunos comerciantes les irritan tales ofertas. Así se airaba una comerciante de vinos bávara: “Antes teníamos que suplicar que nos adjudicaran alguna que otra botella de un vino valioso y ahora prácticamente nos importunan con ellas.” Y precisamente las empresas que hasta hace tan sólo un año compraron estos vinos de culto a precios exorbitantes, ahora sienten que han hecho el primo. Pero para el ciudadano de a pie, por el contrario, comprar vinos hoy es más divertido que nunca, porque las gangas no son privativas de los vinos superiores. Muchos comerciantes de vinos han reorganizado sus catálogos y resaltan en primera plana los vinos con mejor precio. Su objetivo es buscar un equilibrio excelente entre el precio y el deleite como el que se puede encontrar, por ejemplo, en el sur de Francia, el sur de Italia, Austria y Alemania. Pero atención, estos descuentos serios no se deben confundir con las ofertas de los baratillos, en las que por 1,99 euros la botella podría ser más valiosa que el contenido... Los sibaritas avispados tienen un sistema para comprar gangas: Internet (ver siguiente página doble). Facilita la comparación de precios y se puede participar a distancia en las subastas de casas de renombre. En ellas, además de los carísimos vinos de culto, se suelen poder encontrar vinos de gran valor que, por resultarles demasiado vulgares a los bebedores de etiquetas conscientes de su posición social, se adjudican a un precio bajo.

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