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Burdeos vuelve a ser blanco de la burla y el escarnio: después de haber sido declarada nula la nueva clasificación de los crus bourgeois, ahora le ha tocado a la clasificación de Saint-Émilion. El mundo del vino discute sobre si los vinos se han catado bien o mal, si se han controlado y valorado bien o mal, si para ello se ha seguido un método bueno o malo. Los desclasificados esgrimen el argumento de las pérdidas potenciales y han contratado un ejército de abogados. Pero nadie se pregunta si en la actualidad sigue teniendo sentido tal clasificación.
Porque a los verdaderos amantes del vino todo esto les importa un bledo. Lo que quieren saber es lo que contiene la botella, no lo que pone en la etiqueta. Y aquellos propietarios de finca que crean que pueden impresionar con unas letritas en la etiqueta a los nuevos ricos de China, Brasil o la India, deberían apuntarse urgentemente a un cursillo intensivo sobre estilo de vida, a ser posible impartido por esos mismos nuevos ricos. Incluso en el venerable Médoc, con su célebre clasificación de 1855, sabemos y aceptamos que hay fincas clasificadas en quinto rango que deberían estar en el segundo, y viceversa.
Quizá todos los premios y galardones otorgados a lo largo y ancho del mundo, útiles como incentivos para el nivel general de calidad, o nuestras propias catas nos hayan llevado por un razonamiento equivocado a una conclusión errónea: que el sabor sea clasificable. “Un borgoña frutal me gusta más que estos pesados burdeos”, me dijo en cierta ocasión una dama, mostrándose un tanto avergonzada. Un profesional del vino que estaba escuchando la conversación intervino con una perorata que no admitía réplica, y terminó por convertir la enternecedora confesión de la pobre mujer en una sentencia acusatoria. “Chapeau”, le susurré al oído a la señora en un momento de distracción general. “Es usted una verdadera experta. Al menos sabe lo que le gusta.”