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Un paisaje aromático

  • Redacción
  • 1997-12-01 00:00:00

Hay más de 200 compuestos químicos en el vino que contribuyen a su peculiar “sabor”. Muchos son inestables, desaparecen o cambian con la temperatura, se combinan entre sí para dar lugar a nuevos principios aromáticos, etc. Todo contribuye a formar la maravillosa complejidad gusto-olfativa del vino, que se gesta ya en la misma planta: azúcares obtenidos por fotosíntesis, ácidos, minerales extraídos del suelo, etc. Almacenados en las granos de uva, estos productos serán la base química de los futuros aromas y sabores. El hombre aporta su peculiar contribución en los procesos de elaboración, fermentación y crianza. Así pues, en un vino podemos encontrar notables diferencias según el tipo de variedad, el terreno en el que se cultivó la cepa, cómo haya sido el proceso de vendimia, la intensidad de maceración, la temperatura de fermentación, el tiempo de encubado, las levaduras utilizadas, el tipo de barrica, etc. En los aromas intervienen un conjunto de ésteres y aldehídos, muy volátiles, que activan las terminaciones nerviosas de la nariz y lengua, produciendo la maravillosa sinfonía gusto-olfativa del vino, y permiten a los entendidos clasificarlos, detectar sus defectos, puntuarlos.

Instrumento de precisión

Una nariz ejercitada puede llegar a distinguir hasta 4.000 olores distintos. Para ello es necesario respirar fuerte para que las moléculas olorosas alcancen los receptores olfativos, nada menos que entre 10 y 20 millones, que deben ser mantenidos en excitación algunos segundos a fin de ir creado una memoria olorosa, lo que resulta imprescindible para una más nítida y consciente percepción aromática. La percepción de los aromas por la nariz, la olfacción, se consigue por dos caminos distintos, cuya suma, unida a las sensaciones bucales, da el paisaje organoléptico completo. Son: vía directa y vía retronasal.
De la inmensa cantidad de aromas capaces de impresionar nuestras células olfativas algunos son, desde el punto de vista fisiológico, fundamentales, y su combinación da origen a otros muchos. Se ha llegado a demostrar que a partir de siete olores primarios -alcanfor, almizcle, rosa, mentol, éter, vinagre, huevo podrido- se pueden reconstruir prácticamente todos.
Existe una clasificación bastante aceptada, la de Zwaardemaker, que agrupa los olores en nueve clases:
Etéreos, fundamentalmente ésteres, como el acetato de feniletilo.
Aromáticos, como el alcanfor, las especias, los terpenos, etc.
Balsámicos, básicamente aldehídos, serie de la violeta, el jazmín, la vainilla.
Ambrosíacos, como el ámbar o el almizcle,
Aliáceos, entre ellos los derivados cacodílicos.
Empireumáticos, como el humo de tabaco, quemado, cacao.
Valerianáceas, narcóticos y fétidos.
De todos ellos sólo interesan para la cata del vino los etéreos, aromáticos, balsámicos y empi-


reumáticos, aunque se pueden encontrar trazas más o menos claras de otros conjuntos.
Otra forma más práctica de clasificarlos es por su origen. Primarios, si proceden de la uva madura; Secundarios, formados por la acción fermentativa de las levaduras; y Terciarios, resultado de la crianza en madera de roble y/o botella. Esta clasificación tiene la ventaja de separar claramente los aromas debidos al terreno, variedad y cultivo, de los originados por la manipulación humana.

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