- Redacción
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- 1997-03-01 00:00:00
Los vinos, tanto blancos como tintos, alcanzan su máxima expresión aromática en la crianza, donde se originan los aromas terciarios, también conocidos como bouquet. Tanto si discurre en recipientes de madera y botella, o en depósito y botella, la crianza -que en el caso de los blancos puede iniciarse con la fermentación en barrica- va a dar origen a una serie de cambios y transformaciones fisicoquímicas que convertirán el vino en una sinfonía de olores. Al conjunto de aromas primarios y secundarios se incorporan nuevos matices aportados fundamentalmente por el roble, y la lenta oxido-reducción transformará los primeros, de forma que el conjunto final, sin perder las principales características del vino todavía joven, fundamentalmente su frutosidad original, resulta nuevo y mucho más sugestivo. El vino ha alcanzado su plenitud.
A la hora de apreciar los aromas terciarios debemos distinguir su origen, ya que esto puede ser una buena pista a la hora de juzgar un vino. Por ejemplo, si la crianza se ha desarrollado exclusivamente en barricas de madera no plenamente llenas, como es el caso de los generosos jerezanos, el vino habrá sufrido una lenta oxidación con el aporte de vainilla y otras sustancias procedentes del roble usado. Notaremos, junto a su característico olor “ajerezado” por la formación de aldehídos, notas de frutos secos, nuez, junto a recuerdos de fruta ligeramente macada (manzana). Por el contrario, si la mayoría del proceso de crianza se ha desarrollado exclusivamente en envases herméticos sin aire, fundamentalmente en la botella de cristal, el proceso habrá sido reductivo, y los aromas terciarios resultarán pobres e inestables, para desaparecer al contacto del aire.
De ahí que lo ideal sea un proceso oxido-reductivo, originado inicialmente en barricas de roble nuevo o seminuevo para enriquecerse con las modificaciones progresivas de los compuestos polifenólicos, y muy en particular de los taninos, y en el delicado enriquecimiento aportado por la buena madera de roble, en sus muchas variedades, que incluyen aromas inconfundibles de vainilla, humo, trufa, tostados, café, cuero, canela, cedro, etc. Aromas que luego se integran y evolucionan en la botella, donde se afinan. En esta armonía, que no enmascara ninguno de los componentes primarios del vino, como son los aromas frutosos y florales, estriba la calidad de un vino maduro.
Una clasificación de los aromas terciarios que pueden encontrarse en un buen vino es la siguiente:
Serie balsámica: enebro, resina, pino, trementina, incienso, eucalipto, sándalo, vainilla.
Serie de maderas: roble, cedro, acacia, sándalo, caja de puros, madera verde, madera vieja, astilla, leño, corteza.
Serie especiada: seta, trufa, champiñón, canela, clavo, jengibre, nuez moscada, pimienta (negra, verde, rosa) hierbas aromáticas (menta, hinojo, tomillo, albahaca, lavanda, angélica, orégano, etc.) regaliz.
Serie animal: carne, cuero, ámbar, venado, piel de zorro, almizcle, civeta, orín de gato.
Serie empireumática: humo, tabaco, caramelo tostado, pan tostado, pedernal, pólvora, caucho, café, chocolate.