- Redacción
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- 2000-11-01 00:00:00
Aquellos fondillones del pasado siglo hicieron meditar durante muchos años a Felipe Gutiérrez de la Vega. Provenían de bodegas actualmente desaparecidas, elaborados con uvas vendimiadas en pueblos de clara influencia marina, en los alrededores de Alicante. Eran viñas de Santa Fé, de Muchamiel, la Condomina o Benimagrell, incluso de majuelos que ocupaban lo que hoy es plena ciudad.
Llegó a conocer y disfrutar las últimas botellas que la familia de Pilar Sapena, su esposa, guardaba celosamente en el fondo de su cava. Las que mejores recuerdos traían a ambos eran las elaboradas por la casa Maisonnave. Felipe, ya entonces buen catador, apreciaba aquel vino misterioso, sabiamente dulce e insólito como uno de los mejores que había catado en sus largos viajes por los mares, como oficial de la Armada Española. Años después, una vez despertada su verdadera vocación, la de ser bodeguero, se estableció en Parçent, en un precioso valle de la Marina Alta, ya enfrascado en revitalizar los grandes dulces de la región. Su ilusión era “descubrir” y realizar los moscateles que él tenía en mente, cuyo modelo habría de ser ejemplo para muchos.
Pero con el discurrir del tiempo, en pleno éxito de su Casta Diva y el reconocimiento general, aún se acordaba del mítico tinto dulce, durante siglos cantado por poetas y venerado por reyes y emperadores. Y su modelo, aquel que le deslumbró, se parecía más a un buen oporto vintage que a un rancio, arquetipo que recuerdan los escasos fondillones supervivientes en la actualidad. Por eso, al tiempo que se dedicaba al diseño y la elaboración de sus moscateles, apartaba lo mejor de la Monastrell que entraba en su bodega. A continuación era debidamente pasificada, dato de suma importancia, recogido por todos los cronistas antiguos del fondillón. Con la exigua cosecha elaboraba unos cuantos litros de vino todos los años y los guardaba pacientemente en pequeños barriles de roble. Ya en la actualidad, el entramado de maderas se perfecciona y a esos primeros barrilitos, armados por el maestro artesano Pitona, ya extinto tonelero de Jumilla, se le incorporan otros robles, en distintos estados de uso para configurar el buqué específico del modelo primigenio.
La cadena se afina y desarrolla. Entra en la composición de este vino una Monastrell recogida de viñas prefiloxéricas, plantadas en una zona con abundancia de sílice, razón por la cual el maldito bicho no puede llevar a cabo su trabajo destructor. Y el sueño de la familia de revitalizar aquel fondillón convertido en leyenda, parece que se ha cumplido con creces. Porque este vino es un maravilloso elixir donde los colores rojos permanecen vivos, los aromas parecen infinitos, la fruta pasificada, abundante, envuelto todo en los recuerdos de maderas nobles, especias exóticas, torrefactos, canela o nuez moscada, muy complejos e intensos. Seduce el dulzor elegante que envuelve el paladar, la sutil acidez que pone el contrapunto, o el larguísimo y complejo final donde se produce un delicioso estallido de aromas y sabores.
Pero únicamente cien botellas de este magnífico vino, producto del ingenio clarividente de un marino varado, verán la luz en esta primera entrega. Si su moscatel dulce nos trae a la memoria la exaltación de la luz levantina que plasmó Sorolla, este tinto recuerda a aquel que inspirara los dulces versos de Omar Kayyan el Grande, el poeta persa enamorado del vino.