- Antonio Candelas
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- 2019-05-30 00:00:00
La globalización llegó al vino con la inquietante amenaza de igualar todas las elaboraciones sin dejar rastro de las uvas propias de cada lugar. Hoy son legión los viñadores que rescatan con valentía y defienden con orgullo variedades casi extinguidas o apenas valoradas.
Recopilar hasta 45 muestras donde hemos podido aprender el carácter de las uvas menos conocidas de nuestro país ha sido apasionante. Os mostramos desde proyectos experimentales hasta vinos de variedades que ya se han asentado en una zona y han conseguido hacerse un hueco entre las mayoritarias (Garnacha Tintorera, Graciano...). Ese hueco sin duda se lo han ganado porque ellas lo valen.Otros proyectos, como el de Juan Jesús Méndez (Bodegas Viñátigo) en las Islas Canarias o el de Agustín Maíllo y Olga Martín (Vinos La Zorra) en la Sierra de Francia, son ejemplos de cómo conseguir un mosaico sensacional de monovarietales autóctonos que hablan del delicioso sabor de tan distinguidas tierras. Esfuerzo, convencimiento y fe en el fruto que da la viña son los valores con los que se pueden describir a estos valientes.
La segunda motivación que anima a los esforzados viticultores y bodegueros a elaborar vinos con un carácter diferente la encontramos en El País Semanal del pasado 28 de abril. En el artículo firmado por Jesús Rodríguez, Miguel Torres Maczassek, director general del Grupo Torres, una de las firmas más comprometidas en esta honrada labor, afirmó: "Estoy planificando los vinos de los próximos 25 años, y vamos a primar la calidad sobre la cantidad". Cierto es que hace años se pudieron dejar de cultivar algunas variedades porque las condiciones ambientales no favorecían su correcta maduración. Hoy, con el reto climático tan importante que se nos plantea, es quizá el momento de poner a trabajar a esas uvas que tienen una frescura innata tan reclamada hoy en día en los vinos de calidad.
La primera explicación hay que reconocer que se plantea desde el romanticismo de la figura del viñador. Esa persona que defiende a capa y espada el fruto que da su tierra y que a base de tesón no solo es capaz de ser el guardián de esas viñas casi extintas, sino que sabe cómo marcar el paladar del que prueba el vino con el sabor de lo genuino. Esta labor de recuperación y puesta en valor es encomiable porque sobre todo persigue preservar la identidad de una zona a través de su viñedo, y eso en los tiempos que corren es muy importante. Esa imagen mesiánica del viticultor es de una épica indiscutible, pero hay que entender que para que este denodado esfuerzo tenga continuidad y se vea justamente recompensado hay que zarandear los paladares de los consumidores y hacerles ver que la riqueza que alberga una botella de vino pasa por el trabajo perseverante de un agricultor convencido.
N o debe de ser tarea fácil apostar por una uva en la que nadie cree o de la que quedan cuatro plantas a punto de sucumbir por la presión de las modas o de la dichosa globalización. Tampoco tiene pinta de que salir al mercado con un monovarietal de Baboso, Bastardo, Bruñal o cualquier otra uva de nombre poco conocido sea pan comido para convencer a la distribución y la clientela. Entonces, ¿qué motiva a parte del sector para salvar, recuperar o reconocer el valor de variedades que en muchos casos hace décadas que dejaron de cultivarse? No parece una pregunta con una sola respuesta, así que vamos a intentar centrarnos en las que nos parecen más esclarecedoras.