- Antonio Candelas
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- 2021-06-02 00:00:00
Mucho se habla sobre la búsqueda de cotas más elevadas donde plantar el viñedo como una de las soluciones más adecuadas para contener las consecuencias del cambio climático, pero ¿por qué? Y, sobre todo, ¿qué pasa con las viñas plantadas en zonas de menor altitud?
Sabemos que el cambio climático acecha nuestro viñedo con añadas que paulatinamente se van tornando más cálidas y secas. Este panorama preocupa al viticultor, que ve cómo la fecha de vendimia remonta imparable días en el calendario en comparación con décadas atrás. Las cepas, aunque son seres resignados y austeros, están sufriendo más de la cuenta y eso está trastocando un ciclo que, como todo en la naturaleza, es tan hermoso como frágil. Esto se puede traducir en maduraciones excesivas de las uvas que, si no se reconducen, acabarán dando vinos cada vez menos personales y más igualados entre sí. Ante esta situación, los viticultores tratan de poner solución a un proceso que, por desgracia, se presenta irreversible con las herramientas que el conocimiento y el entorno ofrecen.
Una de esas herramientas con la que se está trabajando es con la altitud, es decir, los metros a los que las viñas se cultivan. Cada vez más, las bodegas buscan viñas plantadas en ubicaciones más elevadas donde los estragos del cambio climático las hacen apropiadas para garantizar así maduraciones pausadas y, sobre todo, preservar la acidez de la uva. Un parámetro valiosísimo sobre el que se construye el vino, ya que aporta la sensación de frescura y una de las claves para que el vino evolucione en el tiempo. Esta especie de seguro de vida del vino está íntimamente relacionado con la altitud: cuando esta aumenta lo hace también la acidez. Pero aunque esta sea una forma de garantizar la calidad de los vinos y, más allá de la calidad, la personalidad de una zona e incluso de una variedad, hay que tener en cuenta que la viña cubre una gran diversidad de paisajes, muchos de ellos incluso a unas altitudes cercanas al nivel del mar. ¿Qué ocurre entonces con los vinos que salen de esas viñas? ¿Son de menor calidad? ¿Están abocadas a desaparecer? En absoluto. Aquí la visión de la viticultura e incluso de la enología debe ser más global y no simplificar el reto del cambio climático simplemente a la altitud de la viña. Las prácticas vitícolas, buscar orientaciones en el relieve que favorezcan la frescura, elegir e incluso rescatar variedades que mejor se adapten al entorno e incluso el propio entorno son herramientas fundamentales para que las viñas a menor altitud que encontramos cercanas al mar o en valles puedan seguir expresándose sin perder carácter.
En otras ocasiones hemos comentado que esa sensación de frescura que un vino debe mostrar y que se le adjudica en primer lugar a la acidez, como sensación que es, puede ser que la percibamos como consecuencia de otros aspectos del vino, entre los que se encuentran los aromas y sabores. De esta forma, los detalles balsámicos que sugieren algunas variedades mediterráneas y que siempre son evocadores pueden crear ese punto de frescura que resulta tan agradable.
En la cata del mes hemos trabajado sobre este concepto de altitud de las viñas. Hemos seleccionado vinos con una amplia horquilla de este parámetro. Entre el más elevado –1.100 metros– y el más cercano al nivel del mar –20 metros– hay un rico mosaico de elevaciones, ubicaciones y paisajes que se encargan de marcar su personalidad. Pero no hay que olvidar que la amenaza del cambio climático está ahí. Y aunque el viticultor luche contra él con todas sus armas, mejor sería que, como sociedad, frenásemos en seco su despiadado avance.