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Manuel Valenzuela: Un soñador en Las Alpujarras

  • Redacción
  • 1999-02-01 00:00:00

Un paisaje de ensueño, un paisanaje variopinto y original. Y el vino como vía de expresión, como válvula de escape. Es el mundo con el que se ha querido rodear Manuel Valenzuela. En plenas Alpujarras granadinas, donde emergen soberbias las cumbres nevadas del Mulhacén, del Veleta o del pico Alcazaba, en contraste con el azul dorado del Mediterráneo al otro lado de las abruptas laderas. En estas montañas tan especiales en las que según Manuel “siempre soplan dos aires”, allí, en su terreno, nos ha mostrado sus verdaderos poderes. Un suelo agreste, pizarroso y de arriesgadas pendientes, a 1.400 metros de altitud, en el que ha logrado que echaran buenas raíces las cepas más nobles de la enología mundial. Todo este gasto de energía no ha sido en vano, pues se ha traducido en un vino fascinante: el tinto de Barranco Oscuro.
Su carácter es fuerte y dinámico, lo cual no es impedimento para que sienta un rechazo innato a la jerarquía. “En una empresa que trabajaba me quisieron hacer jefe. Pero después de pensarlo me dije: no quiero jefes, no sirven para la sociedad que aspiro. Había leído escritos de gente como Rosa Luxemburgo y creé el papel de coordinador, pero tampoco me servía”.
Este temperamento iconoclasta sale a relucir en su gusto por elaborar un vino sin demasiadas manipulaciones, que conserve sus rasgos naturales a costa de permitirle pequeñas extravagancias. “Algunos enólogos son los forenses del vino; lo cogen y lo diseccionan, lo recomponen y lo transforman, y al final sale un pobre vino, sin personalidad”

¿Por qué esa fuga a las Alpujarras?
“Influyeron dos cosas principalmente. La fundamental era la predilección de aquellos años por la vida en el campo. Mi compañera Rosa y yo pensamos que no podíamos vivir en la ciudad ni un minuto más. La segunda es de carácter económico. La tierra en donde estábamos, en Cataluña, costaba mucho y nosotros no éramos ricos precisamente. Así que nos vinimos y compramos este cortijo el día de los Inocentes de hace 20 años. Y lo adquirimos a ciegas, porque ese día había una niebla que no se veía nada. Pero esta acción la defino como encontrarme a mí mismo”

Desde el primer momento de la llegada su meta es hacer vino.
“Nosotros compramos el cortijo con bodega y es estos lugares existe mucha tradición de elaborar vino. En la finca había viñedo, almendros y algunas cosas más. El cortijo mantenía la estructura de autoabastecimiento familiar que se da mucho por aquí. Compré un tractor y me dispuse a trabajar la tierra, plantar más cepas y hacer un vino como los de por aquí. Así lo hice un año, pero eso era lo mismo que hacía en la ciudad, dominado por una rutina igual. Así que me replanteé la cuestión una vez más. Por aquella época me ayudó mucho Manolo Carrillo, sus consejos de poner viñedo nuevo, plantar cepas nobles y trabajar con técnicas modernas los seguí sin dudar. Luego emprendí un viaje por las zonas vinícolas de Francia. Visité las comarcas que me interesaban, de características similares a estas tierras y caté los vinos que hacían, me fijé en las cepas y así pude construir aquí el viñedo que me interesaba. Esto era en el 86, hasta entonces había probado algunas cosas, pero sin un patrón claro”.
Con todo, es un hombre tremendamente consecuente con el trabajo que desarrolla, con el medio que le rodea. La misma filosofía le hace emplear para el viñedo la agricultura biológica, aunque por otro lado no se alinee con este movimiento.
“Quiero ser más consecuente que utilizar una “palabrota” por decirla. Sé que si empleo un tipo de abonado o una técnica de cultivo poco adecuada estoy llamando al desierto, lo demás puede desembocar incluso en el sectarismo, y es de lo que he huido siempre”. Un ejemplo claro lo tenemos en esta comarca. Aquí había viña desde el siglo XIII, pero todo se pobló de almendros en una época reciente. He arrancado muchos almendros, porque me parecía una aberración lo que había sido capaz de hacer el hombre, cambiar el paisaje y permitir que se desertizaran estas laderas desprotegidas, porque el almendro es una leñosa que no devuelve nada, ni las hojas. Están bien para alegrar el panorama y hacer poemas, pero con unos cuantos vale”.

¿Cómo empieza la colaboración con la Junta de Andalucía en la investigación de las cepas autóctonas de esta comarca?
“Hay que atribuírselo a Luis Gázquez, un hombre que se toma mucho interés por la cultura del vino y que en sus años de director deseó arreglar un sector que se pierde irremediablemente. Me lo propuso porque aquí a nadie se le había ocurrido investigar acerca de sus propios recursos. En realidad he podido sacar un corto provecho personal, porque las variedades ensayadas las había plantado yo hacía diez años. Pero creo que es el camino correcto. En Andalucía se prolonga demasiado un sistema arcaico y pienso que, conservando las diferenciaciones, hay que estar lo más avanzado posible”.

¿Cree que puede ser rentable, o por el contrario se convertirá esto en una especie de Priorat, pocos vinos pero a un buen precio?
“Puede llegar algún día, pero soy consciente de las limitaciones que tengo. Si quiero buena viña la tengo que plantar yo, y eso requiere grandes inversiones, por eso puedo hacer unas 10.000/12.000 botellas, pero no más. Para mí es suficiente. Aunque seguro que dentro de diez años podré sacar unas pocas botellas de un gran vino”.
Quizá sea uno de los escasos hombres que creen firmemente en que la libertad es un derecho que hay que ejercer. Bendita acracia que permite que haya vinos como los de Barranco Oscuro. Al fin, Manuel resulta ser un juglar que se sirve del vino para que exprese el poeta que lleva dentro.

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