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Un enólogo revoluciona el Mundo del Vino - Emile Peynaud, químico y poeta del vino

  • Redacción
  • 1998-12-01 00:00:00

Emile Peynaud es un monumento viviente. El Papa del Vino no sólo ha revolucionado la elaboración del vino del siglo XX, sino también la manipulación del mosto, añadiendo a una parte medible, químico-técnica, que por cierto él investigó como nadie lo había hecho antes, un componente mítico, espiritual, allanándole así el camino al vino como bebida de culto del siglo XXI. Los servicios que prestó Emile Peynaud a la ciudad de Burdeos son inmensos y sus investigaciones han tenido grandes repercusiones a escala mundial. El primer enólogo moderno ha atraído a toda una generación de técnicos del vino de todo el mundo que han extendido por todo el planeta su credo del vino puro, lleno y equilibrado, que se puede beber en cada una de sus fases.
Peynaud ha sido asesor de más de cien fincas vinícolas en Burdeos, pero también en España y Grecia, con lo cual ha sido el primer “flying winemaker” que existió. Inició su carrera como un sencillo “eno-químico” y la ha terminado como famoso y respetado profesor de la Universidad del Vino de Burdeos-Talence. Actualmente, a sus 86 años, vive retirado en Talence, a sólo unos cientos de metros de su antiguo lugar de trabajo y, por culpa de una salud delicada, apenas recibe ya visitas. Para Vinum (es uno de sus suscriptores más fieles y antiguos) ha hecho una excepción.


Al admirar su pequeño jardín decorativo observamos que también entre las flores predomina el color Burdeos... Emile Peynad y el Burdeos, ¿casualidad o destino?
Nací en Burdeos, siempre he vivido en Burdeos, me he casado en Burdeos, he trabajado en Burdeos: creo que tengo derecho a la Denominación controlada Burdeos. Creo que la casualidad no ha hecho nada mal las cosas.

¡La casualidad también ha favorecido a Burdeos!
¿Sabe una cosa? Si en mi juventud me hubiesen predicho que un día llegaría a revolucionar la enología, sólo habría sacudido la cabeza incrédulo. Empecé mi carrera muy joven. Acababa de cumplir 16 años cuando empecé de aprendiz de “œnochimiste”, como se decía entonces, es decir, químico del vino, en la casa comercial Calvet. Calvet buscaba entonces un “joven no excesivamente torpe” para ese puesto, y yo, no recuerdo por qué casualidad, fui recomendado y contratado. Mi maestro fue nada menos que Jean Ribereau-Gayon, que más tarde sería director de la Universidad del Vino de Burdeos. Sólo tenía 7 años más que yo y acababa de terminar su tesis doctoral en química. Calvet era su primer empleo. Bajo su dirección aprendí a manejar tubos de ensayo y mecheros bunsen.

La enología entonces aún estaba en pañales.
La enología aún no se enseñaba como ciencia, incluso el propio término no era habitual. El título de Ribereau-Gayon no era “enólogo”, sino “químico”, con su patente matiz peyorativo. Los comerciantes, en aquel entonces tenían un enorme montón de problemas con sus vinos. Problemas que hoy nos parecen arcaicos: posfermentación, enturbiamiento, dificultades con la clarificación, bajos poco habituales... A pesar de las cantidades vendidas, el material empleado era excesivamente viejo y estaba en mal estado. Nuestra tarea consistía, en primera línea, en mejorar nuestros conocimientos en lo que respectaba al manejo del vino terminado. Calvet compraba el vino, lo mezclaba, lo embotellaba y lo vendía, pero se preocupaba poco por la vinificación propiamente dicha. Por lo tanto, aún estábamos totalmente excluidos de la elaboración del vino.

Así que usted hacía las veces de una especie de médico del vino.
Exacto. Calvet quería vinos estables y limpios. Cada comerciante tenía entonces sus trucos y secretos muy personales para conseguir dicha meta. Añadían algo de ácido tartárico o ácido cítrico o gelatina. Había multitud de terapias de curación del vino que, sin embargo, rara vez funcionaban realmente, apenas nadie se preocupaba por las causas del mal y, en última instancia, el vino era abandonado a su suerte.
Se destinaba sobre todo al consumo rápido, porque tenía un tiempo muy limitado de conservación en el tanque o en la botella. Ya sé que hoy es difícil imaginar cómo fueron los años pioneros desde 1928, año en el que empecé en Calvet.

Al fin y al cabo, disponía usted de un campo de experimentación a escala 1:2.
Justo. Calvet poseía gran cantidad de vinos de calidades muy distintas. Para nosotros, esto ofrecía una ventaja incalculable. Teníamos la posibilidad de estudiar con detenimiento prácticamente todas las variedades del vino. Por eso, gran parte de nuestras conclusiones se basan en las experiencias acumuladas durante aquellos años. Poco a poco, empezamos a dilucidar los parámetros más importantes, de la fermentación alcohólica, de la reducción biológica de los ácidos, de la estabilización del vino con respecto a los bajos y la transparencia.
Nuestro primer trabajo conjunto lo titulamos “Análisis y control”, publicado en 1947. A veces me pregunto cómo esa obra, que aún hoy tiene cierta importancia, pudo realizarse, considerando nuestra escasez de medios en aquella época.

Si he comprendido bien, sus estudios se financiaban entonces con fuentes privadas, no con medios públicos.
Sí, es cierto. Monsieur Calvet era un hombre culto y con visión de futuro. Aunque a veces se quejaba (exagerando más allá de toda medida) de que “le salíamos tan caros como la Universidad de la Sorbona”, en realidad estaba convencido de la utilidad de nuestro trabajo.
Como ya ha mencionado usted al principio, el enólogo entonces apenas era responsable de la elaboración propiamente dicha del vino. Obviamente, su radio de influencia se ha ido ampliando progresivamente.
Nuestras conclusiones sobre los fallos o enfermedades del vino hicieron necesarios estudios adicionales para investigar sobre sus causas. Así que decidimos fundar un equipo para este fin en la facultad científica de Burdeos. Era un equipo que más bien parecía un ateneo literario. Pero fueron médicos y comadronas de una ciencia del vino tratada de manera totalmente nueva y mucho más eficaz, que habría de revolucionar el trabajo con el vino y su calidad. Ribereau-Gayon fue nombrado profesor de la facultad científica y yo, siempre como una especie de mozo de equipajes, le seguí. Entonces investigamos todos los parámetros de los que antes habíamos sido excluidos, estudiamos la maduración óptima de la uva, la influencia de las levaduras en la transformación microbiológica del vino, la fermentación alcohólica y la maloláctica, que hasta entonces casi sólo conocíamos de la observación empírica. Hasta entonces, éstas se producían espontáneamente y no seguían regla científica alguna, como mucho las de la tradición. Poco a poco empezaron a decantarse dos escuelas. Una, que abandonaba el vino a sí mismo, y la otra, que indagaba el cómo y el porqué de su devenir.

Y por fin, se convirtió en uno de los misioneros y profesores más importantes del planeta en lo que respecta al vino.
Di mi primera clase magistral de enología en 1949. Paralelamente, era responsable del Instituto Enológico de Investigación del Vino, recientemente fundado. La profesión sobre la que impartía clases era compleja. Nuestras investigaciones eran como una isla en el océano del desconocimiento y, por ello, resultaban adecuadísimas. Por eso no es extraño que ya en el primer año de mi actividad se matriculara un número de estudiantes sorprendentemente elevado, más de 300, entre ellos muchos españoles y portugueses. Mis libros y mis conferencias me habían dado amplia fama. Pero todo iba muy despacio. Habíamos prendido la mecha de una revolución suave, pero profunda.

Empezó usted de eno-químico y luego fue investigador del vino, profesor y, finalmente, asesor vinícola, el primer “flying winemaker” del mundo...
Mi carrera de asesor empezó en el Médoc. Poco a poco, me llamaban de las fincas más importantes, y finalmente tuve que restringirme a una centena escasa. Mi intervención empezaba en el viñedo con el análisis de la madurez de la uva para elaborar un plan estratégico de cosecha, con las fechas óptimas de vendimia. Después, diseñé un plan de parcelas, que hacía posible primeramente la selección y vinificación por separado y una mezcla más dirigida. En aquellos tiempos de pioneros, la relación esfuerzo/cosecha aún no existía. Yo no tenía coche y solía ir en autobús hasta Pauillac, donde los propietarios enviaban a recogerme. Al final, la demanda fue tan grande que tuve que hacerme con todo un equipo de colaboradores que se ocupaba de los análisis y de la elaboración propiamente dicha del vino. Pronto nuestro radio de acción se extendió por todo el suroeste, desde Burdeos hasta Bergerac y más allá de las fronteras del país.

Había nacido la profesión de enólogo. ¿En qué se diferenciaba de la imagen del profesional actual?
Para empezar, bastaban los dedos de una mano para contar los auténticos enólogos de aquella época. Hoy por hoy, la enología es mucho más eficaz. Como son más numerosos que antes, los enólogos están mucho más presentes. No van a buscar al cliente, el cliente va a buscarlos a ellos.
El enólogo de hoy sin duda lo tiene más fácil que antaño lo tuvimos, porque actualmente se conoce casi todo, se han ido investigando infinidad de cosas. La enología ha cambiado como ha cambiado el mundo. ¡Las cepas han cambiado! Dos tercios de la actual superficie de viñedos de Burdeos a finales de los años cuarenta estaban baldíos. El otro tercio estaba plantado con cepas ancianísimas. El material del que se dispone hoy es muy distinto de la uva que teníamos entonces.

A menudo le llaman el Papa de la enología moderna. ¿Qué opina de los más jóvenes, las nuevas estrellas del vino como, por ejemplo, Michel Rolland?
Se trata de mis alumnos. Por eso, tengo que tener mucho cuidado con lo que digo. Una cosa es indiscutible: los enólogos como Michel Rolland tienen mucha intuición y talento en el trato con los medios de comunicación del vino, que han hecho mucho por su fama. Los enólogos como él son útiles porque se escucha lo que dicen, naturalmente a condición de que no exageren y no pierdan de vista nunca la auténtica meta, hacer el mejor vino posible.
Los métodos de Michel Rolland pueden resultar chocantes, pero sus resultados son notables. ¡La personalidad de un hacedor también se expresa en sus opiniones! Naturalmente hay algunas técnicas que deberían estar encerradas bajo siete llaves. Pensaba, por ejemplo, en la vinificación de los blancos, donde es mucho mayor el margen que permite osados experimentos. Pero un vino de Burdeos siempre será un vino de Burdeos y no el de un enólogo. Aunque esto suene extraño en boca de un investigador: la enología no es una ciencia exacta y tiene muy poco en común con la matemática. Por eso admite personalidades fuertes. En el fondo, siempre he soñado con hacer el vino que a mí me gusta más. Lo mismo le sucede a Michel Rolland y a los demás enólogos famosos.

La doctrina del mito del vino, ¿será válida también en la enología del mañana?
El vino debe seguir brillando en aquello que, en última instancia, es responsable de su éxito, debe seguir siendo un delicioso capricho con matices míticos. El sabor del vino ha cambiado. Ya no bebemos lo mismo que antes, porque tampoco comemos lo mismo. Pero eso es precisamente lo bueno. Toda la riqueza del vino y especialmente del Burdeos reside precisamente en esa capacidad de adaptación que, sola, garantiza su supervivencia.

Esas últimas palabras recuerdan otra dimensión de su personalidad: Emile Peynaud, el poeta del vino.
Los libros siempre tuvieron gran importancia para mí, eran parte de mis herramientas. Lo primero que me publicaron fue en 1939. Yo acababa de cumplir los 27 años. Muchas veces he deseado poseer el talento suficiente como para escribir novelas. Pero el vino, finalmente, me ha aportado suficiente material. Si se eliminara de mi vida el vino, yo ya no tendría nada que decir.
No debemos olvidar que hasta hace poco el vino apenas tenía vocabulario propio, lenguaje propio. Había que empezar por inventarlo, crearlo. Hay una manera de hablar sobre el vino, también para el científico, que no se puede emplear para ninguna otra materia, ni siquiera otros productos alimenticios como el queso o el pan.
La cata, el análisis sensorial del vino, requiere un estudio largo y detallado. El vocabulario puede ser seco o lleno de fantasía, o incluso transfiguradamente poético, pero lo importante es que reproduzca la sensación con la mayor exactitud posible. Yo siempre he intentado hacer comprensible el vino, comunicar el vino, enseñar el vino. El arte de la escritura es el andamio de la ciencia. Apuntamos nuestras conclusiones para comunicarlas, extenderlas, divulgarlas. Ribereau-Gayon frecuentemente me corregía cuando empleaba palabras que se salían del contexto estrictamente científico. Quería convertir la enología en una ciencia exacta. Yo quería que la enología se mantuviera como ciencia humana. Actualmente se ha impuesto esta última opinión en la enseñanza. Mi manera de ser enólogo se ha hecho clásica. Pero lo clásico, ¿acaso no es una revolución que tuvo éxito?

«Si me hubiesen predicho que un día llegaría a revolucionar la enología, sólo habría sacudido la cabeza incrédulo.»

«La enología no es una ciencia exacta, y tiene muy poco en común con la matemática. Por eso admite personalidades fuertes.»

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