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Jean Natoli: Cada mezcla es un enigma con solución

  • Redacción
  • 2007-06-01 00:00:00

Atento, creativo y muy riguroso con su trabajo, es un maestro en el arte de mezclar vinos, del «assemblage», de transformar algo bueno en algo sublime. Se mueve por toda Europa brindando sus servicios de asesor a los bodegueros dispuestos a elaborar vinos diferentes, personales y seductores. El enólogo moderno sigue al pie de la letra un «protocolo», un guión detallado para hacer su vino. Esos protocolos son tan numerosos y dispares como la larga lista de elaboradores de vino que, día a día, en cualquier parte del planeta, intentan enriquecer y mejorar la receta adecuada a cada tipo de vino, sus impresiones, y algún que otro secreto escrito en tinta invisible e indeleble. Ya hemos hablado en Vinum de la importancia de los protocolos y de su continua variabilidad ante la constante innovación tecnológica. Pero la utilización de las nuevas técnicas y la universalización de los conocimientos tiene un peligroso efecto secundario para la «biodiversidad de los paladares»: los protocolos de cultivo y de elaboración sistemáticos, la utilización de los mismos métodos de plantación y las mismas variedades, similares tratamientos y manejo del viñedo, parecidas vinificaciones, las mismas levaduras y barricas... han propiciado la aparición de una legión de vinos impersonales y clónicos. De esta manera, está desapareciendo la necesaria diversidad en el vino, con la consiguiente pérdida del rastro del terruño. El llamado «gusto internacional» impone que los vinos modernos hoy deban ser muy concentrados, y que mañana, según dictaminen los «vinopredicadores», deban ser más ligeros y afinados, independientemente de que la información genética de la variedad diga lo contrario o que el terruño de donde procede tenga un carácter único, un entorno privilegiado y un clima determinado que no se ajustan ni de lejos a los parámetros que imponen las modas del gusto imperante. En el colmo del disparate, a menudo resulta más fácil reconocer la mano del asesor o del enólogo renombrado que está detrás de ese vino, por su especial «marca de la casa» (la misma siempre, aunque sean muchas en las que trabaja), que algún rasgo intrínseco que defina la procedencia geográfica o el varietal mismo del que está hecho. Por suerte existe un elenco de técnicos que han tomado sobre sus hombros la tarea de marcar las diferencias, de buscar los rasgos distintivos. Tal es el caso de Jean Natoli, ingeniero agrónomo y enólogo francés, uno de los maestros del «assemblage», el arte de mezclar vinos, un «diseñador» itinerante que acude a la llamada de bodegueros inquietos y receptivos al cambio, viticultores respetuosos con el terruño (ecológicos), que cuenten con un rico abanico de variedades para trabajar y un equipo de enólogos locales con los que compartir conocimientos para crear vinos personales y seductores. Ser un maestro del «assemblage» no parece una tarea fácil, tiene una fuerte dosis de instinto que puede llegar a ser incompatible con el razonamiento frío que ofrecen los resultados analíticos. Soy ingeniero agrónomo y enólogo, una formación que me ha aportado un bagaje lo suficientemente completo para especializarme en el «assemblage», algo que para mí fue como un flash, un descubrimiento. Y ahora es mi vida, soy yo, es lo que me define. Está claro que requiere una técnica, un aprendizaje, pero hay que abrir las puertas de par en par al mundo sensorial y estimularlo. El arte de mezclar vinos es un placer indescriptible. Parece una revelación, pero ¿debe existir un guión que seguir? Es un ejercicio muy diferente a la interpretación de datos analíticos, que por supuesto no hay que menospreciarlos. Cada ensamblaje te brinda infinitas posibilidades sensitivas. Es como si fuera Sherlock Holmes, con un nuevo «caso» vinícola: se me plantea un enigma al que es posible buscar una solución utilizando mi instinto, mi percepción sensorial. El reto es que la mezcla sea mejor que cada uno de los vinos por separado. En este enigma, ¿qué papel tienen las variedades, la materia prima? Son la clave de toda la trama. Se trata de construir un vino con cimientos sólidos, y eso sólo es posible con una materia prima de máxima calidad. El objetivo es averiguar cuál es la mezcla perfecta para obtener vinos más complejos, de un perfil aromático y gustativo oroginal. Por eso es crucial conocer las singularidades de cada una de las variedades disponibles. Es estúpido intentar asesorar a un bodeguero sin pisar su viñedo, sin trabajar con el viticultor para evaluar el potencial cualitativo con el que cuenta y proponer una gestión óptima de éste, sin catar las uvas para definir su maduración completa y las cualidades específicas que pueden aportar a los vinos. Yo trabajo con personas, uvas y vinos, no con probetas y fórmulas secretas ideadas en laboratorio. ¿Puede suceder que su criterio choque con el de su cliente y surja una incompatibilidad de objetivos? Es imposible trabajar así. Debo entender la personalidad de quien asesoro, saber qué producto busca, que éste sea capaz de reflejar una identidad y la expresión de la zona en la que nace ¿Qué sentido tiene crear vinos iguales para todo el mundo? ¿A quién sorprenden? No soy un mago que cumple todos los deseos, ni un gurú mediático. Tampoco tengo el monopolio de la sabiduría, necesito la opinión de la gente que está en el proyecto, la percepción sensorial colectiva de lo que vamos a elaborar. No hago vinos al gusto de Robert Parker, no me interesa, son un canto a la excesiva rotundidad. Busco un vino que esté vivo en boca, de gran intensidad aromática, vinos sutiles y elegantes para disfrutar bebiéndolos y, claro está, para venderlos. En ese abanico de variedades, ¿hay unas más versátiles que otras para mezclar? Por ejemplo en los vinos que estamos haciendo para la bodega de Manuel de la Osa en La Mancha (Las Mesas, Cuenca) hemos empleando las variedades Tempranillo, Graciano, Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Merlot y Syrah, con el propósito de lograr un vino auténtico manchego, que refleje la identidad del terruño. La Tempranillo, procedente de viñedos viejos, hace ese aporte de profundidad y carácter, pero la Graciano es increíble, es un despliegue de frescura, aromas balsámicos... Es una uva muy respetuosa con el suelo y con las demás uvas. Más que la Merlot o la Sauvignon, una uva que tiene mucha personalidad y gran carga tánica. La Graciano se adapta y arropa al vino con un sutil perfume. Mientras que la Syrah es una variedad muy fácil para incorporar al «assemblage» porque no hay en ella ninguna dificultad impuesta, redondea el vino, como la Cabernet Franc que suaviza la mezcla. Conociendo todos estos atributos sólo queda que juntas alcancen el equilibrio perfecto. Para alcanzarlo, ¿debe catar infinitas combinaciones? Es como un puzzle o una pintura, hay mucha piezas o colores. En mi cabeza distingo cuál va a ser la variedad principal, la que sirve para una cosa o para otra, qué sobra y qué falta. Defino todas las características que pueden aportar cada una por separado. Una puede tener aromas exuberantes pero carecer de acidez, mientras que otra nos da la acidez necesaria y aromas muy diferentes. ¿Cree que un mezcla puede solucionar una base de vinos mediocres? Es posible dignificar a ese vino con el «assemblage», pero estaríamos solo ante vinos enológicamente correctos, a los que se les han corregido sus defectos. Siempre serán vinos corrientes, sin personalidad. El vino no admite la mediocridad. Por muy bueno que sea el enólogo o el asesor, con uvas de baja calidad no se pueden hacer milagros, solo tapar carencias.

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