- Redacción
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- 2013-04-01 09:00:00
Oriunda del cantón suizo de Apenzell, trabajó por dos dólares la hora como guía en la bodega de Robert Mondavi antes de convertirse en su mujer. Igual que a su célebre marido, también a ella le apasiona la buena mesa.
«Domino el alemán porque me crié en Suiza. En 1945 conocí allí a quien sería mi primer marido, un soldado americano que estaba de permiso, pero mis conocimientos de inglés alcanzaban justo para entender “tomorrow same time same place to have coffee” (mañana a la misma hora en el mismo sitio para tomar café); así que volvimos a vernos y luego empezamos a cartearnos. A partir de entonces, recibía con regularidad aquellos sobres azules tan característicos del correo aéreo, así que mi inglés mejoró rápidamente y Phil Biever pronto me pidió la mano.
Después de que Phil dejara el ejército, nos mudamos a Napa. Allí olía maravillosamente a salvia, romero y eucalipto, por todas partes había melocotoneros y ciruelos. Tuvimos tres hijos y, paralelamente, yo organizaba conciertos benéficos, uno de ellos en la bodega Krug Winery, que pertenecía a la familia Mondavi. Se fijaron en mí, así que fui la primera mujer contratada como guía para visitas a la bodega. Ganaba dos dólares por hora. Mi carrera dio el salto hacia adelante cuando se jubiló el director de Marketing: me ofrecieron su puesto por sorpresa. Entre tanto, los caminos de los hermanos Mondavi se habían separado en lo que respecta a los negocios; yo seguía siendo empleada de Robert, que más tarde sería mi segundo marido.
Bob, como yo lo llamaba, tenía un carisma inolvidable. Para él, el vino era en primer lugar una bebida que reúne a la gente. Y creía firmemente que, con sus vinos californianos, podría competir con los de primera fila… En aquel entonces, en Napa no habría más de 20 bodegas. Nos ayudábamos los unos a los otros, no nos veíamos como competencia: pensábamos que si de la región salían buenos vinos, eso nos beneficiaba a todos.
Uno de los credos de Bob rezaba: “If it’s good, don’t talk about it, do it!” (Si es bueno, no hables de ello, ¡hazlo!). Y así fue como se creó nuestra escuela de cocina. Queríamos hacer accesible a los americanos el maridaje entre vinos y alimentos. Trajimos a chefs franceses como Bocuse para dar los cursos y, al mismo tiempo, esos mismos chefs invitados empezaban a conocer nuestros vinos y los incluían en la carta de vinos de sus restaurantes en Francia. Por cierto, el propio Bob nunca guisó, ni siquiera era capaz de calentar un cazo de agua. Pero daba mucha importancia a las tres comidas diarias. Detestaba los bufés y los cócteles, porque en tales ocasiones uno no se sienta a comer. Para él, como italiano que era, lo mínimo aceptable era una sopa y un vaso de vino sentado a la mesa. Obviamente, le encantaban las opulentas cenas que ofrecía el barón Philippe Rothschild. También recuerdo muy bien una cena con el presidente Mitterrand. Pero lo que más nos gustaba eran las comidas familiares los días de fiesta, en la intimidad de los más allegados. Sigo siendo una sibarita y mi sentido del gusto todavía funciona impecablemente. A veces salgo con amigos, a veces cocino en casa para ellos. ¡Es tan sencillo conseguir que te piropeen por una buena comida! Para hacer un vino hay que invertir un año de trabajo; sin embargo, para un guiso logrado, como mucho, una hora.”
Golpe a golpe
¿Qué se le ocurre a Margrit
Mondavi cuando le dicen…?
Opus One: Este vino de culto lo diseñaron entre Bob y el barón Philippe Rothschild en un papelito de color amarillo.
Mariage: Un plato de espaguetis acompañado de una jarra de vino a granel tienen su encanto; pero también las personas con las que compartimos la mesa forman parte del total de la experiencia.
Wappo Hill: Allí construimos la casa en la que vivimos muchos años, antes era una colina silvestre con arbustos de zarzamoras. Una vez incluso encontré algunas puntas de flechas indias.
A Margrit Mondavi, de 87 años, le encanta pintar. Recientemente ha publicado su
autobiografía, ilustrada por ella misma.