- Redacción
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- 2000-04-01 00:00:00
Por qué plantan vides los hombres en lugares pedregosos y empinados, donde existe peligro de despeñarse? ¿Por qué se han estado martirizando durante siglos cuesta arriba con sus herramientas de trabajo, colina abajo transportando laboriosamente la uva para producir un vino que, quizá, no podía venderse mucho más caro que el de sus compañeros del llano?
En casi todos los países vinicultores de Europa hay viñedos en pendiente. El motivo de su explotación tiene que ver con el desarrollo demográfico y con el hambre. Cuando la creciente población rural necesitó cada metro cuadrado de tierra buena, rica en nutrientes, para alimentarse a sí misma y a sus señores, los suelos ricos se reservaron para los cereales y las verduras. Las parcelas en pendiente, más pobres, quedaron destinadas a la vid, porque hunde sus raíces tan profundamente en la tierra y por entre las piedras, que aún encuentra un poco de agua. Además, su volumen de cosecha tampoco era lo más importante. Y casi podía crecer sola, a su aire, como verdura.
Para el hombre sencillo siguió siendo decisiva a lo largo de los siglos esta división de los suelos en fructíferos y pobres. Pero quienes contaban con medios suficientes como para poder pensar más allá del hambre, en el placer y la calidad, pudieron constatar que a menudo los viñedos inclinados y pedregosos producían los mejores vinos. Así, además de la lucha por la supervivencia, había una segunda razón para plantar cepas en lugares áridos y empinados. Los suelos pobres claramente producían vinos mejores que los ricos.
Cualidades y peligros
Lo que ya sabían por experiencia y observación los monjes que practicaban la vinicultura en sus conventos, en la actualidad está fundamentado con datos técnicos. El por qué en muchas regiones vitícolas los viñedos en pendiente permiten la producción de vinos especialmente interesantes está relacionado con las influencias básicas del terruño: clima, orientación al sol y suelo. Los viñedos inclinados se hallan generalmente en valles de ríos o cerca del mar, siempre en aquellos lugares donde el agua ha erosionado el terreno a lo largo de millones de años. Las formaciones surgidas son perfectamente irregulares. Un ejemplo modélico son los meandros del Mosela, que han arañado en la pizarra quebradiza las más variadas disposiciones imaginables para los viñedos, en una distancia mínima. Así, el microclima a menudo cambia cada pocos metros, según se va modificando la inclinación de la ladera y su orientación al sol, según tenga acceso el viento y según circulen las corrientes de aire frío y caliente. Sobre todo en las regiones vinícolas septentrionales, sólo la inclinación de la ladera es un factor importante, ya que en ella el ángulo de incidencia de los rayos del sol es más agudo. Esto aporta más calor y favorece la fotosíntesis.
En los viñedos inclinados, el suelo es de especial importancia para la calidad del vino. Viñedo en pendiente casi siempre quiere decir suelo pedregoso, árido y seco, pues estas laderas se han formado precisamente por la erosión. La tierra suelta es la primera que arrastra el agua. Si es que la hubo, hace mucho que el viento y la lluvia la habrán transportado al valle. Lo que queda es una capa delgada de suelo pedregoso y roca maciza debajo. El tipo de roca, finalmente, le da el toque decisivo al olor y al sabor del vino. Los oscuros suelos de pizarra, que conserva el calor, junto al Mosela y al Ahr y en el valle del Douro, el Licorella del Priorato, con su contenido de pizarra, la roca volcánica del Kaiserstuhl y del Grand cru Rangen de Alsacia, y las vertiginosas laderas calcáreas y de grava granítica de Wallis marcan el sabor de los vinos.
Allí donde las escarpadas y tortuosas colinas han de enfrentarse al viento y la lluvia, las superficies que presentan a la lluvia y a la erosión son muy susceptibles de agresión. Al construir laboriosamente terrazas, los hombres no sólo han conseguido facilitarse el trabajo, sino también han impedido que los chaparrones arrastren al valle la escasa tierra fructífera. Algunos expertos se creyeron más listos que sus ancestros y desmontaron las terrazas de las laderas inclinadas en concentraciones parcelarias, para poder trabajar con aparatos modernos. No les importaba que las hileras de vides ya no estuvieran situadas perpendicularmente a la ladera, sino paralelas a ella, más bien apartadas del sol. Ellos y, sobre todo, los vinicultores tuvieron que sufrir amargas experiencias. Ahora sí se puede trabajar con aparatos especiales. Pero no es raro que, tras una tormenta, haya que volver a subir toneladas de tierra.
Viñedo inclinado, por otra parte, también significa escasez de agua. La que no socava la superficie, arrastrando consigo al valle la valiosa tierra, se filtra rápidamente en el suelo pedregoso, apenas capaz de conservar agua. Allí donde se hicieron terrazas hace mucho tiempo, al menos se ha conseguido detener la erosión, en ocasiones incluso se ha formado algo más de humus. Pero a pesar de todo, una gran añada de viñedo inclinado necesita lluvias regulares, no demasiado fuertes, pues los viñedos en pendiente son secos.
Los viñedos pobres y pedregosos no siempre alcanzan la maduración óptima en los años muy secos. Sólo si las cepas viejas, de raíces profundas, encuentran suficiente agua, no sufren estrés por sequía, que puede llegar a detener totalmente su crecimiento. Así, 1999 en Alemania fue uno de esos años que, al finalizar, hacen que más de un vinicultor de viñedos inclinados se pregunte si no debería añadir al resto de los gastos el de un sistema de riego. En algunas zonas, los meses de verano fueron excesivamente secos para los Riesling. A pesar del mucho calor y del largo periodo de vegetación, su maduración en estos viñedos apenas alcanzó una calidad media.
La influencia de todos estos elementos define el carácter de los vinos de los viñedos en pendiente: microclima, óptima incidencia de los rayos del sol, suelos pobres, pedregosos y ricos en minerales, estrés por sequía. Por ejemplo, la Riesling, una de las cepas clásicas de cultivo en pendiente, es especialmente receptiva. Algunos vinicultores aseguran que el “Riesling propiamente dicho” no existe. Que el terruño conforma siempre su olor y su sabor. Asegurar que “en el Mosela” una añada es buena o mala siempre es una burda generalización. Incluso a igual situación meteorológica global puede resultar muy buena en unos viñedos, pésima en otros. Hay vinicultores del Mosela que llegan a distinguir cada uno de los viñedos de pizarra de los alrededores por su vino.
Hay otras variedades de cepa que ya casi sólo se hallan en viñedos inclinados, como la Fumin del valle de Aosta, la Heida y la Arvine de Wallis, y ese alud de más de noventa variedades tintas que se encuentran en los viejos viñedos del Douro. Es bastante probable que las difíciles condiciones que presentaban los viñedos en lugares pedregosos hicieran necesarios más experimentos con distintas cepas que en las llanuras geológica y climatológicamente regulares.
El cultivo de la vid se amolda tanto a la tradición como a las necesidades de la ladera. En el Mosela aún está ampliamente extendido el cultivo sobre palos individuales. Entre otras cosas, permite al viticultor caminar rodeando toda la cepa, y también es practicable en terrazas con muy pocas cepas. Allí donde se realizó concentración parcelaria, a veces se encuentran marcos de alambre con dos vides en arco (Cordon o Guyot). En el sur del Tirol, la pérgola protege del sol intenso (y permite cosechas altas). El cultivo de poda en vaso domina el área mediterránea y en muchos viñedos antiguos la cepa, generalmente poco cuidada, más o menos se arrastra por el suelo.
Tortura
En cuanto a la explotación, también puede decirse que no es lo mismo un viñedo inclinado que otro. Además de la pendiente en sí, también la accesibilidad y practicabilidad deciden cuánta mortificación habrá de sufrir el vinicultor, si quiere arrancarle uva a la ladera.
Tres ejemplos
Nivel 1: Quien tenga un camino transitable en el extremo superior de su viñedo concentrado, puede considerarse afortunado. Puede subir con el tractor, tensar el cable y elevar con él sus aperos de labranza: podadora, arado, jeringa y todo lo que se necesita en un viñedo. Una ventaja de esta operación: como se mueve todo hacia arriba, también la capa arada, piedras y algo de tierra se elevan. Así se contrarresta de alguna manera la erosión.
Nivel 2: No hay camino, pero la pendiente de la ladera no es lo bastante pronunciada como para obligar a construir terrazas. En los años sesenta quizá haya tenido lugar una concentración parcelaria, pero en el extremo superior no hay camino. En ese caso hay que transportar hasta allí un motor diesel, clavar un ancla en el suelo, en el extremo superior de cada hilera, y tirar de los aperos entre las hileras con el motor y el cable. Una persona ha de estar de pie sobre la parte trasera del aparato, dirigiéndolo. Esto requiere un gran sentido del equilibrio y mucha fuerza.
Nivel 3: No hay hileras continuadas, porque la ladera es tan empinada que sólo es posible cultivar en terrazas construidas con muros, o porque nunca se llevó a cabo una concentración parcelaria. En algunas de estas terrazas no caben más de una docena de cepas. En ese caso, posiblemente haya un acceso lateral que permita el paso de aparatos pequeños, o bien se trabaja exclusivamente a mano. Lo que haya que subir o bajar se transporta, en el mejor de los casos, con un moderno monorraíl de cremallera. Cuesta una fortuna y rara vez cubre más de dos o tres hectáreas.
Un clásico: las terrazas
Son precisamente estas terrazas, esforzadamente construidas con muros, las que definen el paisaje típico de las regiones de viñedos inclinados. Ya solo su mantenimiento requiere un ímprobo esfuerzo. Hay que hacerse idea de las dimensiones: la superficie de tierra cultivable que se gana en horizontal con frecuencia exige un muro vertical equivalente. Una hectárea de superficie de viñedo requiere casi una hectárea de superficie de muro.
Tomemos como ejemplo el “Mosela de las terrazas” en la zona inferior del cauce del Mosela. Reinhard Löwenstein ha restaurado allí algunos de los muros en seco tradicionales en los viñedos superiores en Uhlen y Röttgen. “Normalmente aguantan unos 200 años”, dice, “pero hay que trabajar en ellos con regularidad. Entonces, cada generación sólo tendría que rectificar algunas partes. Lamentablemente, desde la Segunda Guerra Mundial apenas se había arreglado nada. Ahora hay mucho que recuperar”. Hay que subir por la ladera toneladas de piedras para el muro. El Estado subvenciona la restauración de estos muros secos, construidos sin mortero ni cemento, con una aportación de aproximadamente dos tercios del total de los gastos. En la restauración de los muros que soportan una sola hectárea de viñedo, Löwenstein acaba de invertir 180.000 marcos. Su tercio, casi 60.000 marcos, sigue siendo mucho dinero para los muros de una sola hectárea. Pero algo es algo: “Los muros nuevos, con piedras mejor formadas, son más duraderos. Ahora ya pueden estar tranquilas varias generaciones en lo que respecta a esta parte”. Sólo se subvencionan los muros en seco. Tampoco Löwenstein aceptaría muros de cemento o construidos con mortero: “El cemento es feo y ajeno al paisaje, y los muros con mortero dificultan el flujo del agua y le roban el espacio vital a la fauna que habita en las fugas de los muros secos”. Por suerte, sólo hay que reparar los muros. Si hoy hubiera que habilitar terrazas completamente nuevas, los costes para una hectárea de superficie de viñedo ascenderían a unos dos millones de marcos (más de 170 millones de pesetas).
Que frecuentemente fueran sobre todo los viejos viñedos en terraza los primeros en quedar baldíos, es algo que Reinhard Löwenstein no puede entender. Una vez solucionado el problema del transporte con monorraíles de cremallera, y vencidas las zarzamoras y las enredaderas, se puede mantener despejado el suelo de las terrazas con poco esfuerzo y herbicidas modernos, no demasiado agresivos, y no se necesitaría más preparación del suelo, asegura. El resto de los trabajos, en su opinión, son más sencillos en terrazas que en laderas empinadas. Su colega Randolf Kauer, de la zona central del Rin, lo pone en duda: él no quiere utilizar herbicidas y hace notar que los viñedos en terrazas en la zona central del Rin siguen estando en laderas especialmente empinadas y difícilmente accesibles. De no ser así, hace tiempo que se hubiera llevado a cabo una concentración parcelaria. Y las terrazas son tan laberínticas que un solo monorraíl de cremallera muchas veces sólo puede cubrir una hectárea. Por eso no son rentables.
El valor histórico y paisajístico de esta forma de agricultura, además de la producción de vino y de sus aspectos sociales, han despertado el interés de los gobiernos por estos viñedos. Es curioso que precisamente el atractivo turístico del paisaje suponga una amenaza para la vinicultura, pero allí donde florece el turismo, es suficiente con un bonito telón de fondo, y más de un vinicultor prefiere ganarse el pan con habitaciones para huéspedes y comidas que dejándose la piel en las terrazas.
Puede que el romanticismo y la transfiguración beneficien al turismo, pero no al vino. Y también existen los viñedos en pendiente inferiores. Cuando la vinicultura era la única posibilidad de subsistencia para la población agricultora local, o bien cuando se volvió lucrativo durante ciertos periodos de tiempo, como en el Mosela después de la Segunda Guerra Mundial, entonces sí se afanaban por explotar sectores muy altos de las laderas y de los valles laterales. Estos viñedos menos valiosos fueron incluidos en la concentración parcelaria durante los años sesenta. Actualmente son la prueba de que los viñedos inclinados no necesariamente producen vinos superiores. Y en muchos casos se ha demostrado que son precisamente esos viñedos los que quedan baldíos. Lo cual puede decirse igualmente de los viñedos más flojos en las regiones vitícolas septentrionales de Alemania, como también de zonas más al sur, por ejemplo, Italia, donde no en todas partes la pendiente aporta ventajas cualitativas. Es grande allí la tendencia a dejar de trabajar laderas de difícil explotación.
Pero es que los viñedos en pendiente siempre fueron plantaciones fronterizas, viñedos marginales desde el punto de vista agrícola. A veces existían sólo porque allí no crecía otra cosa que la vid. En otros casos, se cuidaban y mimaban, porque de allí salían los mejores vinos. Y así sigue siendo. Hay motivos económicos y razones del paladar para explotar viñedos en pendiente. Es allí donde este mayor trabajo se ve compensado por la calidad del vino, y si el productor también consigue transmitirlo, los vinos de viñedos inclinados alcanzan precios altísimos, y el esfuerzo merece la pena. Allí donde ha quedado poco más que tradición, martirio y gastos, y resultan vinos más o menos anónimos, desaparece la viticultura en las laderas.
¿Qué es un viñedo inclinado?
CERVIM, una asociación fundada en el valle de Aosta que se dedica en el ámbito europeo al “vin de montagne” y que también convoca anualmente un concurso para vinos de viñedos inclinados, define así estos vinos: Procedentes de una ladera inclinada con más de un 30 por ciento de gradiente (el 100% corresponde a un ángulo de 45 grados), o bien producidos a una altura superior a los 300 metros. La organización nombra según esta definición alrededor de 200.000 hectáreas en Europa: 95.000 en Italia, 31.000 en Austria, 23.000 en Alemania, 12.000 en Francia, 6.000 en Portugal, 3.800 en Suiza, 2.000 en España). Aunque esta definición no tiene mucho sentido, ya que la casi totalidad de la meseta castellana está a una altura superior a los 300 metros.
La subvención a viñedos inclinados en Renania-Palatinado, por ejemplo, requiere un mínimo superior al 30 por ciento de elevación, alcanzando más de un 100% en sus zonas más empinadas muchos viñedos superiores del Mosela, Ahr, zona central del Rin y Wallis. Los tractores especiales sin tracción por cable pueden maniobrar hasta aproximadamente el 50 por ciento, definiendo la transitabilidad siempre la zona más escarpada.
Monorraíl de cremallera
Es una especie de ferrocarril de cremallera con dos asientos y una pequeña superficie de transporte. Los agricultores ya no tienen que cargarse al hombro las piedras para los muros, las herramientas de trabajo y productos antiparasitarios, ni subirlos por escalones empinados. Tampoco hay que acarrear la uva vendimiada monte abajo. Los trenes serpentean sobre raíles fijos con accionamiento por ruedas dentadas. Con un poco de suerte cubren algunas hectáreas de superficie de viñedo, pero son muy caros. La construcción está subvencionada por el gobierno alemán.
Coste y cosecha
Los vinicultores del Languedoc, de La Mancha o del Palatinado no salen de su asombro ante la cosecha mínima por fuerza de trabajo que consiguen sus colegas del Ahr, del Priorato o de Cinque Terre. Presuponiéndoles métodos de cultivo moderno, pueden realizar la mayoría de los trabajos desde el tractor y vendimiar la uva con la cosechadora. Los costes en la llanura pueden reducirse hasta 250 horas de trabajo por hectárea. Sus colegas, obligados casi siempre al trabajo a mano, en sus viñedos en terrazas necesitan hasta 2.000 horas de trabajo. La Escuela Técnica Superior de Geisenheim ha calculado unos gastos generales de 55.000 marcos por hectárea sólo para la producción de uva, si los viticultores calculan la fuerza de trabajo a un sueldo neto de 12 marcos por hora. Entonces, el kilo de Riesling debería costar más de 5 marcos. En otoño de 1999 se pagó a menos de un marco. El cultivo de viñedos en pendiente sólo es rentable para productores orientados a la calidad que puedan llegar a un precio medio por botella claramente superior a 10 marcos.
«Singular variante del alpinismo»
En un día soleado de octubre en el Mosela, en un sendero entre los viñedos altos que dominan el pueblo vinicultor de Graach, me topé con la figura larga y nervuda de Willi Schaefer Junior, nacido en 1949. Llevaba a la espalda una mochila rígida llena de uva Riesling, que pesaría por lo menos 30 kilos. Pero él pareció olvidarlo inmediatamente, cuando empezó lleno de entusiasmo a relatarme la vendimia de aquel día: “Hoy hemos seleccionado sólo las uvas que ya estaban de color dorado, porque ya tienen el verdadero sabor maduro, realmente estupendo. Las uvas verdes las hemos dejado, las recogeremos cuando estén maduras, a finales de mes o quizá a principios de noviembre”. Este proceder selectivo supone un esfuerzo para todo vinicultor, pero cuando vi, mirando por encima del hombro de Willi Schaefer, la ladera aventuradamente escarpada del Graacher Domprobst, con un 70% de gradiente, que él acababa de subir con la mochila rígida a cuestas, comprendí que las uvas de los grandes vinos Riesling de Mosel-Saar-Ruwer requieren una particular variante del alpinismo.
A principios del verano del mismo año había conocido a Willi Schaefer Senior, nacido en 1912, y que entonces casi contaba 80 años de edad, aunque representaba muchos menos, gracias al trabajo en el viñedo. Señaló hacia la curvada pared de pizarra, gris y desmoronada, que se eleva tras los tejados de la calle principal de Graach, las laderas cubiertas de viñas de Domprobst y el viñedo tan adecuadamente llamado Himmelreich (reino de los cielos). “Esa mala hierba, allí entre las vides, francamente”, dice con desprecio inconfundible, “eso nunca lo hubiéramos aceptado. Era laborioso, pero nosotros siempre lo escardábamos”. Sacudió la cabeza con decepción. “La nueva generación de vinicultores tiene ideas muy distintas.” La tendencia a reducir el abono, escatimar los herbicidas y apartarse de la estricta monocultura es allí tan evidente como en otras partes de Europa.
En el Mosela, muchas fincas vinícolas de dimensiones similares a la de los Schaefer -sólo 2,7 hectáreas- están siendo abandonadas, porque la generación siguiente no tiene ganas de seguir las huellas de sus padres. Ya no quieren andar trepando por las empinadas laderas, cuyo “suelo” no es mucho más que roca despedazada y desmoronada que se escurre bajo los pies al subir por ella. Entonces, ¿por qué Willi Schaefer Junior ha seguido las huellas de su padre, y qué es lo que ha impulsado por su parte al hijo de Willi, Christoph, nacido en 1976, a decidirse por el trabajo despiadado en el escarpado Domprobst? “Los vinos que crecen allí”, reza la respuesta típica.
Si algo tienen en común Willi Schaefer Senior, fallecido en 1995, su hijo y su nieto, es la fascinación y el entusiasmo por el desarrollo del vino. “Cada año tiene otra expresión, cada barrica es tan individual como un niño”, dice Willi Junior. “Sólo puedo intentar conducir delicadamente los vinos, pues cualquier intento de ‘hacerles’ algo, sólo les dañaría”. Y Willi Schaefer conduce sus vinos siempre en una dirección muy determinada. En sus vinos, la raza subrayada, el carácter chispeante y el aroma que recuerda a casis -las características clásicas del Domprobst- siempre son tan claramente reconocibles como si se miraran a través de un cristal puro. No menos sorprendente es su capacidad de envejecimiento; nunca he encontrado un Schaefer-Domprobst-Auslese que fuera demasiado viejo.
¿Por qué un Riesling Graacher Domprobst de Willi Schaefer sabe distinto al mismo vino de otros productores? “Creo que cada vinicultor conduce sus vinos no sólo conscientemente, sino también de manera inconsciente”, comentaba hace poco, “y ahí desempeñan un gran papel los conceptos y preferencias personales”. Bajo Willi Schaefer Senior, los vinos quizá fueran un poquito más vigorosos y redondos. Desde el año 1943 había ido desarrollando el estilo de vino de la finca: vinos con bajo contenido de alcohol y un emocionante equilibrio entre la acidez y un marcado azúcar residual natural. En el invierno de 1943-44, la fermentación en toda la bodega se vio interrumpida por una oleada de frío, antes de que hubiera terminado la fermentación de los vinos. “De repente vi posibilidades completamente nuevas”, me contó. “Después de la guerra, continué desarrollando este estilo, buscando la mejor armonía posible en el vino”. Y Christoph Schaefer, de 23 años, ¿qué hará en la finca vinícola familiar después de estudiar la carrera en Geisenheim?
No cabe duda de que continuará el camino iniciado por su abuelo, y probablemente comprará más cepas en el Domprobst a sus vecinos, cuyos hijos e hijas prefieren un trabajo de oficina a la vinicultura en viñedos inclinados. La historia de la vinicultura en este viñedo en pendiente es tan antigua como la de la catedral de Trier, situada a poca distancia río arriba, parte de cuyos muros fueron construidos por los romanos. Igual que la catedral de Trier, que fue creciendo a lo largo de las generaciones, cada generación añade algo al Graacher Domprobst: el uno construye un muro alrededor del viñedo, el otro planta cepas nuevas. Christoph Schaefer es el siguiente.