- Redacción
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- 2001-11-01 00:00:00
Las excelentes condiciones climáticas y la proyección
del vino chileno en el mercado mundial han decidido a las bodegas españolas a embarcarse en diversos proyectos vinícolas en el país andino. A la ya consolidada experiencia del grupo Torres se unen ahora apuestas de diferente calibre, como las que están realizando Guelbenzu, Matarromera y González Byass.
Hoy en día no es secreto para nadie la pujante realidad del vino chileno. Existen, desde luego, grandes condiciones para el cultivo de la vid en el país sudamericano. Recorriendo su estrecha y alargada geografía, delimitada con un contraste inédito en el resto del mundo por los imponentes Andes y el inconmensurable Pacífico, se percibe una presencia esplendorosa de vides. Como sucede con la mayoría de los países del Nuevo Mundo, el fenómeno del vino chileno en los mercados mundiales es relativamente reciente, sobre todo si se tiene en cuenta la larga tradición vinícola de un país que documenta su primera vendimia en 1551, en manos de Francisco de Aguirre y en la región de Copiapó. En estos cinco siglos, la vinicultura chilena vivió una evolución permanente, desde las primeras exportaciones, en el siglo XVII, que se vieron truncadas por el proteccionismo europeo, hasta la implantación de las variedades francesas como Cabernet Sauvignon, Pinot Noir o Semillon, que se adaptaron perfectamente al terruño a principios del XIX, facilitando el proyecto de los vinicultores chilenos de emular a los châteaux franceses. Libre todo el territorio chileno de la temible filoxera, la ausencia de inversiones y nuevas tecnologías llevaron a la industria vinícola de aquel país a una pronunciada crisis en los años setenta.
En ese contexto, la apuesta de Miguel Torres fue del todo visionaria cuando decidió adquirir su primera bodega chilena en Curicó, en 1979. Era la primera empresa vinícola en desembarcar en Chile y lo hacía con una firme convicción: las excelencias del clima, la calidad de los vinos y la tradición familiar por la que las bodegas chilenas pasan de padres a hijos -un espejo de la realidad de los mismos Torres- fundamentaban la inversión en viñedo y moderno equipamiento.
De las primigenias noventa hectáreas de viñedo en Maquehua (Valle de Curicó) -con excelentes condiciones para el cultivo de Cabernet Sauvignon y Merlot- Torres ha llegado a poseer casi trescientas, con propiedades en el Valle de Lotué, Río Claro y San Clemente, donde distribuye plantaciones de Pinot Noir, Chardonnay, Sauvignon Blanc, Riesling y Gewürztraminer, además de otros que administra en régimen de arrendamiento y donde cultiva Syrah y Cariñena.
Con esta dimensión, el proyecto de Torres en Chile ha sido fundamental para dar impulso a la industria vinícola del país, hasta el punto de que ya no es posible concebir el fenómeno del vino chileno sin la intervención de la bodega catalana. Como testigo de este andar con paso firme por la geografía del país andino, Torres presenta una amplia gama de vinos, de diversa calidad y personalidad: desde los monovarietales Maquehua (Chardonnay fermentado en barrica), Manso de Velasco (Cabernet Sauvignon de alta expresión), Copihue (Sauvignon Blanc fermentado en barrica) y Santa Digna (en tres versiones: Cabernet Sauvignon vinificado en rosado, Sauvignon Blanc y Cabernet Sauvignon con crianza); hasta dos vinos de coupage, Cordillera (Cariñena, Syrah y Merlot) y Don Miguel (Gewürztraminer y Riesling) y un espumoso de gran éxito, Miguel Torres Brut. Si la apuesta de Torres por el futuro del vino en Chile ha sido decisiva, tampoco sorprende que la bodega recoja sus frutos cuando la realidad del vino en ese país comienza a consolidarse.
Mucho más reciente es la iniciativa de la bodega navarra Guelbenzu, que apuntándose también a la consistencia de la tradición de las bodegas familiares, se ha aliado recientemente con la saga de los Hoppe para adquirir la Finca Peralillo en el valle de Colchagua, e iniciar así una esperanzadora joint venture, en una zona tradicional y reputada donde se cuentan como vecinos la bodegas Bouchon y Viña Caliterra, esta última, también un proyecto conjunto entre Eduardo Chadwik y el californiano Robert Mondavi.
Aunque la aventura de Guelbenzu no ha hecho más que empezar, con la adquisición de 170 hectáreas en el citado valle, el perfil del proyecto está bien definido y se orienta a la elaboración de vinos de alta gama, con el carácter del terruño, a partir de las variedades Cabernet Sauvignon, Carmenére y Chardonnay. Debido a las condiciones climáticas, los tintos de Colchagua suelen resultar equilibrados, maduros y redondos, con el aporte característico de la Camenére, que se expandió en Chile silenciosamente, confundida hasta hace muy poco con la Merlot.
La suma de fuerzas de las familias chilena y navarra tienen casi una justificación histórica en el linaje del enólogo que está al frente del proyecto, Agustín Agarrea, un chileno de origen navarro.
Matarromera,
de la Ribera a O’Higgins
Si las dos iniciativas españolas en suelo chileno que antes se mencionan tienen orígenes catalanes y navarros, la tercera en cuestión es castellana, con toda la historia y calidad que puede acreditar una bodega de la Ribera del Duero como es Matarromera. Como en el caso de Guelbenzu, el proyecto de Matarromera también tiene el carácter de una joint venture, en esta ocasión con la bodega chilena Portal de Alto como partenaire y con el mismo objetivo: la elaboración de vinos de alta calidad.
El desembarco de la bodega castellana en territorio chileno representa la consolidación de las intenciones de su presidente, Carlos Moro, quien hace unos años viajó al Cono Sur para comprobar las posibilidades de la región de O’Higgins. La ocasión sirvió para que contactara con Alejandro Hernández, presidente de Portal Alto y hasta hace poco también de la OIV (Organización Internacional del Vino y la Viña). Juntos establecieron las bases para una operación que supone la inversión de dos millones de dólares en los próximos cinco años, destinada a la incorporación de nuevas tecnologías y el acondicionamiento de una bodega con capacidad para mil barricas. La sociedad hispano-chilena prevé la producción de medio millar de botellas a partir de las variedades Merlot, Carmenére, Cabernet Sauvignon y Chardonnay, la mayor parte de las cuales se destinarán a los mercados de exportación.
González Byass y el Conde de Aconcagua
Finalmente, otro proyecto relativamente reciente es el de la bodega jerezana González Byass, que ha concretado su primer plan de expansión internacional también en Chile. En este caso, la iniciativa aún no se ha consolidado en una bodega, sino en la comercialización de una gama de vinos monovarietales de mesa (Chardonnay, Merlot y Cabernet Sauvignon), con marca Conde de Aconcagua. Como en la mayor parte de las inversiones españolas en el país sudamericano, el proyecto de González Byass es también una joint venture, con su distribuidor local, F. H. Egel, como socio. Según Paul Kerstens, ejecutivo de la División Internacional de la empresa, «Conde de Aconcagua forma parte de los planes de diversificación y expansión de González Byass, de la intención de buscar otros negocios y oportunidades, tal como sucedió con la adquisición de Verona en España, pero esta vez en un ámbito internacional». La inversión de González Byass en Chile está en el orden de los dos millones de dólares, que han servido para vender, en su primera campaña, 120.000 botellas. «A corto plazo, el objetivo es duplicar nuestras ventas, pero nos gustaría afianzar el proyecto, por lo que consideramos que la mejor manera de hacerlo sería adquiriendo una bodega en Chile». Si en el caso de Torres es posible catar en España algunos de sus vinos chilenos -la bodega catalana se esfuerza en promocionarlos, como en el caso del Santa Digna Rosé, un rosado de Cabernet Sauvignon que llega puntualmente a las tiendas especializadas-, en lo que respecta a González Byass los mercados para su Conde de Aconcagua son otros: Reino Unido, Escandinavia y Sudamérica. De modo que para conocer los resultados del cruce entre el señorío jerezano con la aristocracia andina habrá que esperar.