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El mito de Burdeos:Los creadores del éxito

  • Redacción
  • 2003-11-01 00:00:00

Burdeos es un crisol de estilos, filosofías, técnicas... y también de personas, el verdadero corazón de la mayor zona vinícola de calidad. Ante el aumento de la competencia, ellas son el garante de la vitalidad de la región. Se llama Alain Raynaud. Es amigo de Robert Parker. Es el padre del primer vino del mundo que puede considerarse un vino de garaje. «¿Mi historia? ¿La verdad o una versión edulcorada apta para los medios de comunicación?» Ni siquiera espera la respuesta para sumergirse en el río de los recuerdos, regresando a la década de 1960. En la ribera derecha del Dordoña todo marcha mal. Los viñedos apenas se cuidan, falta dinero para comprar barricas nuevas, el viento se cuela por las rendijas de las ventanas y los techos están llenos de goteras. El hijo de vinicultores no encuentra salidas en la bodega paterna: se matricula en la Universidad y se licencia en medicina, pero sigue ayudando en casa. En vez de ir de veraneo a la costa como todos los demás, se toma todas sus vacaciones en el mes de octubre y las pasa en la oscura bodega elaborando año tras año el vino de sus padres, orgulloso del resultado. La Croix de Gay es uno de los mejores Pomerol. Todo cambia en 1983. Un crítico enológico estadounidense, casi desconocido hasta entonces, se convierte en una estrella de la noche a la mañana. Su mérito es declarar la cosecha del 82 como «el mejor burdeos desde 1961». Para los comerciantes de vinos de Burdeos, una zona en crisis, este joven abogado y buen bebedor llega como caído del cielo. Ven en él a una especie de mesías enológico capaz de anunciar a los americanos bebedores de whisky el nuevo evangelio del vino. La demanda de grandes burdeos se dispara, o al menos la de aquellos que obtienen las mejores calificaciones en el Wine Advocate, la revista de Robert Parker, que utiliza una escala de 100 puntos desconocida hasta entonces en Europa. Los comerciantes logran pingües beneficios, pero en las bodegas hay caras largas porque de momento el repentino auge sólo beneficia a las casas comerciales, que encargaron el vino del 82 en primeur a unos precios que resultaron irrisorios a la vista de la demanda posterior. «A good picnic wine» El médico rural y vinicultor de La Croix de Gay también tuerce el gesto. El crítico estadounidense califica su vino como «a good picnic wine». ¿Que uno de los mejores Pomerol es simplemente «un buen vino para un picnic»? ¡Ese tipo se va a enterar! «Su crítica es un desafío», declara el vehemente Raynaud en una carta certificada, y prepara su contraataque. «La Fleur de Gay» es el arma secreta con la que pretende conquistar el paladar del norteamericano: se trata de una cuvée elaborada con uvas de las dos mejores parcelas, criada exclusivamente en barricas nuevas como un premier cru, un vino de los que satisfacen al nuevo juez de los gustos bordeleses: denso, aterciopelado, pleno en boca, frutal, seductor ya en su etapa de evolución. Todo un éxito, que recibiría las máximas calificaciones durante varios años y que significaría el punto de partida de una amistad entre ambos hombres que perdura todavía hasta hoy. Alain Raynaud se convierte así en uno de los protagonistas y artífices del auge de los burdeos en la década de 1980. Se le conoce y respeta, tanto cuando elabora su propio vino como cuando actúa como asesor, y resulta determinante para el desarrollo sostenido de la región, entre otras cosas como presidente -tan activo como polémico por lo incómodo- de la Union des Grands Crus, una poderosa organización que agrupa a unas 150 de las principales fincas vinícolas bordelesas. A él -y a otros como Michel Rolland, Hubert de Boüard o Stefan von Neipperg- hay que agradecer el que muy pronto la «ribera derecha», es decir, las zonas vinícolas de Saint-Émilion y Pomerol, alcance tanto en calidad como en fama a las zonas de Médoc y Graves en la «ribera izquierda». Probablemente, sin Raynaud nunca habría habido un Valandraud, un La Mondotte o un La Gomerie, aunque oficialmente es la familia Thienpont la que puede reivindicar para sí el haber elaborado el primer vino de producción mínima. El médico viticultor Es perfectamente normal que Alain Raynaud también quiera sacar partido personal del auge del burdeos, al que ha contribuido decisivamente. Durante años, otros se han beneficiado de sus ideas: la familia, los amigos y los propietarios de bodegas, pero él sigue siendo un médico rural aficionado al buen vino. En el año 1997 cumple el antiguo sueño de convertirse en terrateniente: cuelga la bata de médico y adquiere la casi desconocida finca Quinault, con 21 hectáreas de viñedos, situada en Saint-Émilion, en la periferia de Libourne. «Naturalmente, habría preferido comprar un premier cru. Pero no tenía suficientes fondos». Su esposa también decide abandonar su profesión de enfermera y comienza a estudiar enología. «Quería elaborar un vino propio de su época, un vino con una fuerte personalidad, un vino que se nos parezca, que refleje la sensualidad de mi mujer y mi tantas veces criticada hipersensibilidad. No un vino tecnológico, no un producto artificial, pero tampoco aburguesado y polvoriento. Yo defiendo el movimiento, la renovación. ¿No está la riqueza de Burdeos precisamente en la renovación natural periódica? ¿No son precisamente los recién llegados, los Perse en Pavie, los Thunevin en Valandraud, los que han hecho moverse el mundo enológico de Burdeos, desencadenando una auténtica revolución en el sector del vino?» Pero, a menudo, la revolución devora a sus hijos. Alain Raynaud corre peligro de ser también víctima de esta regla. En la actualidad está al borde e la quiebra, porque calculó con unos márgenes demasiado estrechos y realizó su inversión sin ayuda externa, con el escaso capital que había ganado. Las primeras añadas las vendió sin problemas gracias a las buenas calificaciones de su amigo Parker. Pero, en el año 2003, el pope norteamericano prescindió de una cata de burdeos, y Raynaud todavía no ha conseguido deshacerse de su cosecha. Sin embargo, disculpa a Robert Parker. «No se puede uno quejar de la influencia de Parker y al mismo tiempo aprovecharse de ella. El error es exclusivamente mío. Aposté todo por Parker y distribuyo mis vinos a través de una casa que hace exactamente lo mismo, a pesar de que una de las reglas es que no deben ponerse nunca todos los huevos en una misma cesta. En Estados Unidos y Japón, Quinault es una marca establecida. Sin embargo, en la actualidad allí no compra nadie. Sólo existe demanda en Europa, pero por desgracia ahí no nos conocen». Raynaud no se cruza de brazos. Busca un socio capitalista que pueda sacarle del aprieto, va de Anás a Caifás, pide audiencia al primer ministro Raffarin para explicarle la difícil situación en la que se encuentran él y otros vinicultores tras el boicot estadounidense. «No soy quién para criticar la política exterior francesa. Pero no veo por qué los vinicultores debemos soportar sus consecuencias». Sigue luchando por su municipio, y desde hace poco conduce al combate al «Cercle Rive Droite», una asociación de vinicultores innovadores de la ribera derecha que agrupa a 130 productores de primera categoría de 15 denominaciones, por lo que recibe ocasionalmente un rapapolvo de la adormilada agrupación general CIVB. Raynaus es un «homme du cru», un hombre del terruño. Esto es una excepción, porque en Burdeos la producción de vino ha estado más a cargo de gentes llegadas de fuera. Ya hace 150 años, los propietarios de los premiers crus eran banqueros residentes en el lejano París. Incluso quienes hoy son considerados los últimos defensores de la auténtica tradición bordelesa son inmigrantes: el irlandés Anthony Barton, que produce en Léoville Barton el más constante y seductor de los Saint Julien y mima a los visitantes con su humor frío y su acento irlandés; Thierry Manoncourt, llegado de la capital a Figeac para impulsar la finca que adquirió la familia hacia principios de siglo; Jean Michel Cazes, de Lynch Bages, cuyos antepasados -pastores y trabajadores de la viña de los Pirineos- se establecieron en el Médoc en torno a 1900 y pasaron de ser los panaderos del pueblo a agentes de seguros y terratenientes. O los Moueix, que llegaron a Burdeos desde el departamento de Corrèze, en el centro del país, y acumularon en tres generaciones uno de los mayores patrimonios de Francia. También los Theil vienen de Corrèze. En 1921 adquirieron una finca en Moulis llamada Poujeaux. François Theil, el actual propietario, puede enorgullecerse de elaborar año tras año un vino delicioso y sensual cuya particularidad reside precisamente en que no puede sino gustar a todo el mundo. «Para eso hacía falta un ego como un castillo», opina el propietario con tono autocrítico. «Hoy soy más modesto». Pero no deja de recordar que un Poujeaux se obtiene de suelos similares a los de un premier cru. Muchos de estos inmigrantes eran más pobres que un maestro de escuela e hicieron fortuna comerciando con vino. Otros invertían lo que ganaban en otros sectores de actividad para satisfacer el sueño de producir su propio vino. La gran familia Las familias Bernard, Cathiard y Bonnie pertenecen a la segunda categoría. Los Bernard se enriquecieron con el comercio de licores, mientras que los Cathiard ganaron millones con la venta de artículos de deporte y los Bonnie deben su fortuna a la patente de un producto de limpieza. Las tres familias tienen en común el haber comprado un cru classé en Pessac-Léognan, la región situada al sur de la ciudad de Burdeos y considerada la cuna de los grands crus. Olivier Bernard tiene sólo 23 años cuando se le confía la administración de Domaine de Chevalier. Este retoño de una familia procedente de Lille, instalada desde hace tiempo en la zona, siempre tuvo claro que se dedicaría al negocio del vino. Con poco más de 18 años abrió su primer bar de vinos, y hoy está orgulloso de poseer la mayor colección privada de vinos no bordeleses en toda la región. Tiene la suerte de poder unir la profesión con la vocación. Vive su pasión y sigue su camino con unas metas muy claras. No es un cabeza loca: durante cinco años dejó que el anterior dueño, Claude Ricard, le instruyera en el arte de la elaboración del vino y en las particularidades de la propiedad, y no dejó pasar ninguna oportunidad de recomprar añadas antiguas de su finca para entender el estilo de la misma. Vive en la misma propiedad, algo infrecuente en Burdeos: se trata de una isla verde con 45 hectáreas de viñedos situada al borde de los interminables pinares de la región. Apuesta por vinos equilibrados, refinados y elegantes, y ha permanecido fiel a este estilo incluso cuando los críticos enológicos internacionales más amantes del jugo y la fuerza marcaban la pauta y exigían a voces «más extracto». Trabaja con tesón en su vino blanco y lo ha llevado a la máxima categoría mundial, tampoco en este caso a base de graduación alcohólica y extracto de madera nueva, sino gracias a su incomparable densidad y casta. No sólo predica la hospitalidad sino que también la practica, encargándose personalmente de enseñar la bodega y el viñedo y sacrificando ocasionalmente la tarde de un sábado a las visitas. «Sólo puedo disfrutar cuando comparto, por eso me gustan los formatos de botella grandes», declara. También asegura que «la auténtica riqueza de una finca vinícola son las personas que la trabajan», y afirma que «como vinicultor, uno es de esas personas que viven de dar, no de recibir». Hoy sueña con la vinicultura natural, se interesa por la biodinámica, y quiere elaborar vinos aún más precisos, más puros, más elegantes. Y, como siempre, sigue sin querer saber nada de las modas. De los esquíes a la bodega Daniel y Florence Cathiard se conocen en 1965 en el equipo francés de esquí. Aparentemente, en seguida salta una chispa duradera entre el esquiador tranquilo de voz pausada -siempre con aspecto adormilado aunque de hecho está muy despierto- y Florence, un manojo de energía que, cuando se le pregunta algo, siempre tiene preparadas varias respuestas y un par de contrapreguntas, con una tendencia a interrumpir constantemente a su marido cuando éste se pierde en frases a veces sibilinas. En la década de 1970, Daniel hereda una pequeña empresa y la transforma en poco tiempo en una de las mayores cadenas de supermercados de Francia. De forma paralela funda la floreciente cadena deportiva «Go Sport». Florence tiene su propia agencia de publicidad. En 1990 venden todo e invierten el dinero en Smith Haut Lafitte. El entorno observa a ambos inversores con suspicacia, pero Daniel tiene una cualidad impagable en el oficio del vino: es un buen observador y sabe escuchar. Con ello se gana rápidamente la confianza de sus colegas vinicultores. En primer lugar dirige su atención a los viñedos, que pone completamente al día. Ya las primeras cosechan despiertan el entusiasmo: tanto los tintos como los blancos mantienen un estilo accesible y alegre. En un primer momento sólo divierten, pero con los años empiezan a ganar profundidad. Los siguientes pasos vuelven a causar sorpresa a su alrededor. Porque Daniel y Florence construyen alrededor de Smith Haut Lafitte una especie de parque temático sin igual no sólo en la región de Burdeos, sino en todo el mundo. El parque es una divertida mezcla de arte y kitsch, con dos restaurantes y un hotel, así como un manantial de agua mineral. Los Cathiard reintroducen el turismo balneario y, junto con su hija Mathilde, inventan, bajo la marca Caudalie la «vinoterapia», una especie de cura de rejuvenecimiento para pieles estresadas. Sólo unos pocos logran alcanzar el equilibrio entre Pop y Art. Los Cathiard lo han conseguido. Tal vez porque la pareja combina muchas características contrarias. Daniel quiere hacer, Florence quiere gustar. «Nunca me conformaría con un resultado mediocre», asegura combativa. «Quiero ayudar a Daniel a producir el mejor vino del mundo. ¿Qué entiendo por ello? Un vino que le cuente una historia al paladar. Un vino que se disfrute». Desde luego, el Smith Haut Lafitte se disfruta, y también tiene mucho que contar. Y es que en sólo 15 años, los Cathiard ya han escrito una página de la historia del burdeos. El publicitario bodeguero ¿Por qué algunos lo consiguen y otros no? ¿Por qué Alfred Alexandre Bonnie, de Château Brondelle, sigue persiguiendo el éxito que a su vecino le cayó literalmente del cielo? No se le puede reprochar falta de experiencia ni de dinamismo, y mucho menos de ambición. Alfred Alexandre Bonnie viene de Bruselas. Como publicitario internacional, dirige campañas para General Motors y Coca Cola. Después se pasa al sector de detergentes. En 1988 funda su propia empresa de éxito. En 1997 hace realidad su sueño de una finca vinícola propia con la compra del cru classé Malartic Lagravière. Amplía la finca de 20 a 44 hectáreas, invierte en una bodega ultramoderna sin igual incluso en Burdeos. Pero el corazón del viñedo sigue siendo la impresionante gravera situada tras la propiedad, que da nombre a la finca. Sin duda, la tierra es de primera categoría. Bonnie sabe que «todas las estrategias de marketing del mundo no bastan para crear un gran vino». Tiene una idea clara de cómo debe saber su vino: «armónico, equilibrado, sensual». También él considera que los vinos se deben sobre todo disfrutar. «Lo que no me gusta es un vino arisco, ascético o deficiente», afirma. Es modesto y tratable, y en absoluto pedante. En un aspecto, Alfred Alexandre Bonnie ha logrado su objetivo: técnicamente, Malartic Lagraviére nunca ha sido tan bueno. El vino es rico en extracto y denso, en lugar de herbáceo y delgado como en el pasado, y huele a lujosas maderas nuevas donde antes dominaban los aromas de barrica vieja. Pero carece precisamente de esa armonía que no consiste en la acumulación de superlativos, sino en la combinación y complementación precisas de los distintos componentes. Le falta la personalidad, ese algo que lo haga inconfundible. Los vinos como Malartic son mudos, no cuentan ninguna historia. Burdeos se despereza Pero puede que en el futuro cambien las cosas. ¿Acaso no hemos vivido algo similar en otras fincas, que dormitaban durante años y de repente despertaban de su sueño? Hay muchos ejemplos, por ejemplo Branaire Ducru, un vino algo arisco, siempre bueno pero jamás excelente, que no terminaba nunca de madurar. Sin embargo, las últimas tres añadas son extraordinarias. O Pontet Canet, de Alfred Tesseron, que al igual que Branaire fue durante mucho tiempo un vino correcto pero siempre algo anguloso y rústico y hoy es un clásico entre los grandes Pauillac. Alfred Tesseron adquirió la finca en 1975. Vive en Pontet Canet y puede permitirse recorrer diariamente las 80 hectáreas de viñedos que se extienden sobre excelentes terrenos guijarrosos alrededor del chatêau. Hoy ya no lleva al visitante en primer lugar a la bodega histórica, desde luego impresionante con sus lujosas cubas de madera, sino que le encamina con el coche eléctrico por los viñedos, a los que presta toda su atención. «Naturaleza», «cuidado natural de la vid», «respeto al medio ambiente»... son expresiones que se repiten con mucho aplomo y convencimiento, una y otra vez, en su discurso. «Hay muchos vinos en el mundo. Sólo tendrá éxito quien sea mejor... y diferente», filosofa. Por cierto, el enólogo responsable de la vinificación es hoy el mismo que se ocupa de los viñedos de Pontet Canet desde 1978. ¿Es ese el secreto de tan repentino éxito? El éxito es algo que todos buscan. Unos lo hacen cuestionándose e intentando cambiar. Otros, haciendo lo que consideran adecuado independientemente de las modas y las calificaciones. En Burdeos aún existe este tipo de puristas. Luc d’Arfeuilles es uno de ellos. Desde hace más de 20 años, este ex comerciante de vinos continúa esforzándose en su vino, animado y apoyado por su esposa Béatrices, pero sin recibir prácticamente la atención debida de los medios de comunicación. Sin embargo, sus seis hectáreas situadas en la meseta caliza son de las mejores de Saint-Émilion, y el La Serre es un vino con una regularidad que casi da miedo, siempre elegante y refinado, un vino magnífico, de seda y terciopelo, delicado y lleno de nobleza. Alain Jabiol, de Cadet Piola, es prácticamente un vecino, que también posee algunas hectáreas en las mejores zonas de Saint-Émilion y al que solo conocen algunos enterados. Cadet Piola es un vino de especial casta, a menudo muy distante en su juventud -entre otras cosas por la proporción relativamente elevada de Cabernet-, pero increíblemente profundo y especiado, uno de los burdeos más originales. ¿Cómo consigue un vino así? «Sigo con atención el crecimiento de mis viñas, trabajo con constancia y precisión y vendimio cuando la madurez es perfecta, es decir, cuando todos los elementos de la uva resultan óptimos. Fermento parcela por parcela, por separado y en recipientes pequeños. La extracción debe ser lenta y no exagerada. Dosifico la madera minuciosamente: debe acompañar a la frutosidad, subrayar el carácter y la tipicidad del vino y de la añada, pero no dominar nunca». Amélie, su hija, asiente a cada frase. En un par de años continuará la obra de su padre. A su manera, pero con la misma filosofía. La nueva generación El futuro del mundo duerme en nuestros hijos. El futuro de Burdeos está en manos de la generación joven. A ella pertenecen Amélie Jabiol, Roger Zuger, de Malescot Saint Exupéry en Margaux, Emmanuel Cruse de Issan, o los numerosísimos hijos Lurton, ya trabajen en Climens, Bouscaut o Brane Cantenac. O en Durfort Vivens, en Margaux. Allí manda Gonzague Lurton, el chico con cara de pillo que ha hecho que en muy poco tiempo las cosas se muevan más que en toda la generación anterior. Trabaja en Margaux desde hace aproximadamente 10 años, es presidente fundador de esa denominación de origen, es uno de los más críticos con el «sistema Parker» -«La precisión es mucho más difícil de realizar que la concentración», afirma- y tampoco tiene pelos en la lengua en relación con otros aspectos polémicos. En los últimos dos años, sus vinos han alcanzado la máxima categoría. Gonzague está casado con Claire Villars, la mujer con más iniciativa y espíritu creativo del mundo enológico bordelés. Inicialmente, Clair Villars se ocupó de Chaise Spleen, y hoy rige los destinos de Ferrière, La Gurgue y Haut Bages Libéral. También sus vinos mejoran de año en año, lo que no significa en absoluto que se hagan más dulces y ricos en alcohol y en aromas de maderas nuevas, sino más elegantes, refinados, afiligranados... La evolución de Ferrière es especialmente espectacular. Si a mediados de la década de 1990 Claire Villars aún flirteaba en esta pequeña finca de Margaux con el estilo de los «vinos de garaje» (mucha madera nueva, vinificación tendente a que el vino resulte agradable lo antes posible), en los últimos años se ha alejado por completo de esta línea. Y también tiene grandes proyectos para el futuro. Fuera de la denominación Pero las esperanzas de la región también se cifran en los vinicultores de las numerosas fincas situadas fuera de las apelaciones y crus más conocidos, quienes se beneficiaron de la revolución cualitativa y la desenfrenada demanda de burdeos de mediados de la década de 1990, debidas precisamente al denostado «sistema Parker». También ellos pudieron invertir en nuevas bodegas y mejoras técnicas, incrementar el trabajo manual de sus viñedos gracias al aumento de los precios y producir así por fin unos vinos acordes con la calidad del terreno. Jean-Noël Belloc es uno de ellos. Sus padres aún era campesinos en una explotación mixta. Hoy, él apuesta totalmente por el vino, y lo hace en la punta más meridional de la región de Burdeos, en la zona de Graves, junto al pueblecito de Langon. Desde el 2000, sus primeras cuvées, tanto tintas como blancas, son extraordinarias. Belloc, Jabiol, d’Arfeuille, Bonnie, Raynaud, Bernard, Lurton, Villars, Tesseron, Cathiard... son un puñado de apellidos en representación de cientos de otros vinicultores que constituyen la savia vital de una región y los garantes de la vitalidad del vino de burdeos. Como dijo acertadamente un anciano muy sabio: «El mayor problema de Burdeos son sus gentes. Y también su mayor riqueza». (barbara.schroeder@vinum.info) (rolf.bichsel@vinum.info)

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